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Perro come perroAntonio R. Naranjo

No existe el derecho a ser padre

Tampoco el de ser exterminado por el Estado, el de convertirte en otra persona o el de acabar con una vida: es pura lógica, sin más

No existe el derecho a ser padre, aunque las sociedades fofas con Gobiernos fofos, o viceversa en ese eterno bucle de malcriados, tiendan a legislar al respecto. Tampoco el derecho a ser feliz, a ser de un sexo distinto al que te dio al azar, a abortar en toda circunstancia, o a morir asistido por el Estado.

Todo ello conforma un batiburrillo de leyes presuntamente progresistas que, en la práctica, deterioran la condición humana, la endiosan y la confunden hasta llevarla, poco a poco, a los acantilados de la insatisfacción.

No es una afirmación moral, aunque también, sino estrictamente adulta: no basta con querer algo para obtenerlo, y ni siquiera merecerlo es suficiente razón para poner en marcha un complejo mecanismo normativo que lo posibilite y entregue a un tercero la responsabilidad de atender ese anhelo.

Se entiende mejor con la pena de muerte, cuya abolición no obedece a los méritos del criminal: el asesino del niño de Lardero, por citar un monstruo reciente, merece morir sin duda, pero nosotros no podemos matarle.

Manuel, por citar un nombre a voleo, quizá hubiera necesitado nacer mujer, pero salió de las entrañas siendo hombre y eso será el resto de su vida, por muy injusto que le parezca y mucho maquillaje legal, estético o público que le pongamos, con todas las ganas de reparar una injusticia vitalicia.

Ocurre lo mismo con la paternidad, que invocan los gais, las divas televisivas o los ciudadanos corrientes: no tienen derecho a lograrla, ni esa aspiración es equiparable al derecho a la vida, que sí es fundamental y se pone en almoneda, paradójicamente, con leyes como la del aborto o la eutanasia, cuyo repudio no obedece solo a cuestiones religiosas o éticas.

Un buen sistema de adopciones desecha fácilmente la interrupción de la gestión como única alternativa y da una oportunidad a los aspirantes frustrados a padre. Como unos cuidados paliativos decentes evitan el sufrimiento, cuando la vida se acaba, sin consagrar el derecho a morir, que una vez aceptado terminará por extenderse a todo aquel que lo invoque, sea joven y esté sano o no.

Y como la asistencia quirúrgica, médica y legal también permite que, en los casos contados en que a una edad madura se mantenga la divergencia entre el sexo real y el sexo querido, se facilite una transición que nunca enterrará el origen biológico pero reparará mínimamente el dolor; no hace falta legalizar, en el viaje, la formidable majadería del «sexo sentido».

Esta «autodeterminación de género», que en España cualquiera puede reclamar y tendrá profundas consecuencias de todo orden, solo tendría un poco de lógica si al adherirse a ella fuera obligatorio, en la sala de al lado, proceder a la mutilación anatómica: se acabarían los posibles fraudes y nadie discutiría el valiente viaje emprendido por quienes han llevado su deseo hasta las últimas consecuencias.

El binomio tradicional entre derechos y obligaciones ha quedado roto desde hace tiempo y las sociedades actuales olvidan rápido los segundos y fabulan creativamente sobre los primeros, con unas dosis de exigencia inaplazable que terminan deteriorando incluso el incuestionable respeto que merecen las situaciones de origen: nadie en su sano juicio puede repudiar la homosexualidad o considerar que es una enfermedad necesitada de terapia, pero nadie en ese colectivo puede reclamar, a continuación, un inexistente derecho a ser padre que incluya la explotación de una mujer vulnerable convertida en incubadora.

Lo mejor que va a tener la polémica sobre la «maternidad» de Ana Obregón, utilizada escandalosamente desde el Gobierno para desviar la atención de otros debates que retratan su infamia e incompetencia, es que al menos permite preguntarse en voz alta, sin que nadie se sofoque, sobre los límites de la voluntad humana, la jerarquía de derechos y la asunción de los fracasos.

Yo siempre quise cantar como Van Morrison, jugar al baloncesto como Magic Johnson y escribir como Miguel de Cervantes. Y aunque al paso que vamos no descarto que algún día se legisle en favor de mi derecho a conseguir todo ello, seguirá siendo una osadía, una estupidez y una mentira. Por mucho que la inscriban, con letras mayúsculas, en el BOE.