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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Huir

Son días en los cuales la ciudad se desnuda de afanes. Y hay quienes la abandonan: da igual por qué y adónde. Y otros hay que se repliegan hacia el lugar sin tiempo en donde sueñan que habita lo sagrado

Densidad de Mallarmé. Los graves profesores, que hablan del musical formalismo de su poesía, nada entienden. Nada, en primer lugar, de lo esencial: que es la forma –sólo la forma– lo que conmueve a esa máquina complejísima de componer intelección y afectos, a la cual llamamos un alma humana. Densidad prodigiosa de un soneto, en el cual Mallarmé quiebra todas las convenidas esperanzas de ser otro: «… huir, muy lejos, huir». ¿Existe en los humanos una certeza más honda que la de esa insensata fuga hacia el lugar sin lugar de los «pájaros ebrios»? Criaturas del tiempo como somos, todo cuanto fantaseamos poseer se nos está escapando, todo nos rehúye. Y aquello que soñamos sernos lo más íntimo, se nos pierde en la lejanía a cada instante: y al rescoldo en la memoria de eso ido llamamos nuestra vida. Lo que fue. En el paréntesis de recordarlo.

De los cíclicos tiempos suspendidos, que son sólo memoria, la cesura de este intervalo entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección marca quizás el más nítido. De ese paréntesis, la realidad queda súbitamente exenta. Súbitamente, todo se trastrueca en proyecto de fuga sin ningún destino. Sin más búsqueda que ese huir lejos, lejos, muy lejos, del verso de Mallarmé: fuga inútil, a la espera de un retorno inexorable. Y, por esa inutilidad misma, noble: porque huir es la postrera nobleza que le queda al atrapado en esa cárcel que es el mundo que le tocó: que es siempre –así lo enseñaba Borges– el peor de todos los mundos posibles. Siempre. Y eso hace de cada deserción un pequeño y ansiado fin del mundo. Sin asomo de retórica ni cataclismo. Y eso proclama, en el siglo XVII, la arrogancia del intratable Baruch de Spinoza: huir es necesario. Sin fin, sin objetivo. Huir por huir. Solamente. No para olvidar siquiera. Inocua fuga, sucedáneo de mentirosas leyendas. Porque, «en un hombre libre, una huida a tiempo revela igual firmeza que la lucha; el hombre libre elige la huida con la misma firmeza o presencia de ánimo que el combate».

Son días en los cuales la ciudad se desnuda de afanes. Y hay quienes la abandonan: da igual por qué y adónde. Y otros hay que se repliegan hacia el lugar sin tiempo en donde sueñan que habita lo sagrado. No hay resquicio de presente en esos ocho días, de oscilante fecha lunar, en los que todo se difumina como niebla a punto ya de desleírse. Y en el recuerdo del lugar sagrado, y en el olvido que el lugar ajeno brinda a aquel que huye de cuanto demasiado bien conoce, hay un mismo relámpago: la espera, que acepta ser defraudada, de, al fin, «huir, huir muy lejos». A ningún sitio. Y esa cíclica fuga, que se sabe sin destino, es el último y minúsculo consuelo de los hombres. Y su estética, y su destino. Mallarmé, glacial: «Leí ya todos los libros».