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El observadorFlorentino Portero

La batalla por la democracia

No deberíamos olvidar que estamos sufriendo un serio ataque a la democracia desde nuestras propias sociedades, comenzando por aquellos fundamentos doctrinales que están en la base de nuestra cultura

La década de los años noventa del siglo pasado fue testigo de un auténtico hervor en el terreno de las ideas políticas. El derribo del Muro de Berlín y la posterior descomposición de la Unión Soviética tuvieron un efecto demoledor sobre las estrategias y el discurso de los comunistas. Ya no era posible contraponer un ideario alternativo a la democracia liberal que, desde el final de la II Guerra Mundial, venía demostrando su capacidad para conjugar el respeto a la libertad con la justicia social. La economía de mercado no tenía rival a la hora de generar riqueza y la seguridad jurídica, derivada del equilibrio de poderes, resultaba el mejor garante de la dignidad humana al tiempo que facilitaba la inversión internacional. El discurso comunista era tan aburrido como inútil.

Aquellas circunstancias coincidieron con el reconocimiento de los límites del denominado «estado de bienestar», es decir de la asunción por parte de las administraciones de competencias propias del ámbito individual, con el objetivo de limitar tensiones sociales y así garantizar la convivencia. Que el estado de bienestar está en la base del arraigo de la democracia en Europa, tras los desastres de las dos guerras mundiales y de unas cuantas guerras civiles, es tan obvio como que, desde hace ya un tiempo, se sobrepasó el límite de lo sensato. La deuda y el déficit crónico son ejemplos de sociedades que han decidido vivir por encima de sus posibilidades.

Para los comunistas no cabía otra opción que hacerse demócratas, con la lógica intención, si no no serían comunistas, de socavar la democracia desde sus cimientos. Ellos no habían cambiado, sólo se estaban adaptando a un nuevo entorno. ¿Adónde iban a ir con sus viejos remedios? Si la democracia liberal había ganado la Guerra Fría, si, como nos explicaba Fukuyama desde la dialéctica hegeliana, ya no había opciones para una alternativa ideológica, lo más sensato era hacerse con ella. Y a esa faena se pusieron. Con su habitual desfachatez comenzaron a darnos lecciones de democracia, a explicarnos por qué nosotros no éramos auténticos demócratas, a acusarnos de pervertirla conscientemente, a rechazar el principio de representatividad por no ser más que una trampa de la oligarquía para retener el poder… y, en fin, a volver a contarnos que sólo ellos podían entender lo que el pueblo realmente quiere. El pobre pueblo en realidad no es consciente de que desea menos libertad, menos justicia, menos educación, menos progreso y, sobre todo, menos dignidad.

Los socialistas, para quienes el estado de bienestar se había convertido en el núcleo de su estrategia política, optaron por la renovación de su discurso incorporando nuevas causas: la ecología, el género, el feminismo… Todo es «diverso» y «sostenible», dos términos que todo empresario o alto ejecutivo modernillo repite como cacatúa sin ser muy consciente de estar comprando una mercancía cargada de ideología, de una ideología que no es necesariamente la suya, si es que tiene alguna, y que va mucho más allá de cuidar el planeta y de respetar a los demás.

Entre unos y otros están consiguiendo poner a prueba las costuras fiscales y políticas de nuestros estados, así como el fundamento constitucional de la democracia liberal. Los sistemas políticos están mutando, nuevas formaciones políticas surgen, algunas veteranas se trasforman de manera radical y, en muchos casos, España nos vale como ejemplo, el orden constitucional se fuerza desde partidos e instituciones comprometidos formalmente en su defensa.

En una sociedad internacional globalizada procesos como estos tienen un efecto tan importante como trascendente. Con buen criterio la diplomacia británica planteó hace ya algún tiempo la necesidad de reordenar el sistema de alianzas para hacer frente a una emergente y distinta realidad internacional. Si la Alianza Atlántica había cumplido un papel capital durante la Guerra Fría para disuadir a la Unión Soviética y, finalmente, para animar a su disolución, no estaba tan claro que pudiera seguir cumpliendo ese papel cuando las amenazas surgían en otros espacios geográficos. La Alianza podría transformarse en lo que se ha dado en llamar la Global NATO, incorporando a democracias de otros continentes para juntos garantizar la paz en el planeta. Sin embargo, esta opción tenía dos graves inconvenientes. El primero es que hay un número importante de estados miembros que no quieren involucrarse en temas ajenos a su ámbito geográfico. Que esto sea posible en un entorno globalizado es muy discutible, pero ese es otro tema. El segundo es que la mayoría de los estados que conforman la Alianza son un estorbo a la hora de actuar. Como ya quedó patente durante la Guerra de Kosovo, «la mejor ayuda es no molestar».

La alternativa a la Alianza Atlántica sería un entendimiento entre las democracias más importantes del planeta. En un primer momento se citaban diez. La idea fue cogiendo fuerza. No se trataba de disolver la Alianza, aunque el entonces presidente Trump estuvo tentado, sino de establecer un estrato superior. La democracia hace tiempo que dejó de ser una expresión exclusiva de la cultura occidental. Hoy está presente en muchas partes del mundo, precisamente allí donde el desarrollo económico se hace más patente. De ahí que la idea tuviera sentido. Sin embargo, las experiencias recientes no son tan alentadoras. La democracia está sufriendo el efecto del trabajo de zapa de la renovada izquierda, comunistas y socialistas en el caso de Europa, cuya reinterpretación del ideario democrático divide más que cohesiona a los estados supuestamente afines.

La idea de que estamos viviendo un período histórico caracterizado por «la rivalidad entre grandes potencias», expresión recogida en la documentación de Estados Unidos, es sólo parte de la realidad. No deberíamos olvidar que, al mismo tiempo, estamos sufriendo un serio ataque a la democracia desde nuestras propias sociedades, comenzando por aquellos fundamentos doctrinales que están en la base de nuestra cultura.