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Perro come perroAntonio R. Naranjo

No es magia, son tus impuestos

La España saqueada no puede mantener eternamente a la España subsidiada, de la que las ministras Montero, Sánchez o Morant son un emblema

El titular de este artículo es, como saben, el lema de la última campaña del Ministerio de Hacienda, que es como llaman en el argot oficial a la cueva de Alí Babá, con Montero y con Montoro, que no se conoce caso de titular del departamento que difiera mucho de la banda de los célebres cuarenta ladrones.

La fiscalidad es, teóricamente, la razonable manera de sostener un Estado social que, con independencia de las rentas, los méritos e incluso los deméritos, garantice unos mínimos vitales para todo el mundo, que serán mayores cuanto más próspero sea el Estado en cuestión y mejores y mayores cotizantes haya.

Porque es el dinero, y no los principios, quien paga la fiesta, y aunque a la izquierda moderna le excita mucho más que haya menos ricos, no se ha inventado mejor manera de progresar que peleando porque haya menos pobres.

La teoría es impecable hasta que, al bajar a la realidad, se convierte en una excusa para perpetuar un modelo lascivo en el que, con la excusa de redistribuir la riqueza para que todos tengan de entrada las mismas oportunidades y, las aprovechen o no, obtengan de salida una red asistencial suficiente para vivir con dignidad; se esquilma la economía productiva para sostener un Estado bulímico y clientelar a partes iguales.

Este periódico ha destapado, en tres entregas cuyo consumo exige digerir primero amplias dosis de tranquilizantes, el pastizal gastado por tres ministras de Sánchez en acomodar sus residencias oficiales a sus gustos: ninguna paga ni un euro por vivir en ellas, ni de letra ni por los costosos suministros.

Y además todas ellas, que son María Jesús Montero, Raquel Sánchez y Diana Morant, han dedicado ingentes cantidades de dinero público a instalar una cocina nueva, comprar menaje y mobiliario, hacer reformas o disponer de los servicios de limpieza y jardinería que creen inherentes al cargo.

Con esto, como con los sueldos públicos, es fácil hacer demagogia, alimentada especialmente por los mismos que luego exigen indulgencia y comprensión tras haber alimentado como nadie el monstruo de la brocha gorda, resumido por Pablo Iglesias con aquellos insultos a Luis de Guindos y a cualquier propietario de un chalet, lanzados cinco minutos antes de mudarse a Galapagar, ubicación actual de su mansión y del cementerio de Podemos.

Quizá todos los gastos de las ministras estén justificados, pese a su aparatoso impacto público. O no. Pero lo grave del asunto es que es la punta de un iceberg insoportable en el que el Gobierno, en nombre de unos servicios públicos que en realidad se deterioran por subordinar la asistencia al usuario a las exigencias laborales y políticas del gremio que lo atiende, se ha convertido en una organización casi criminal.

Que esquilma a los trabajadores, los autónomos y las pequeñas empresas para mantener la única industria, la política, que nunca sufre las crisis que provoca y poder atender, de paso, a los pobres que genera, su gran clientela electoral.

En la España de Sánchez han subido como nunca los impuestos y la deuda pública, pero también el coste de la vida y el paro real, generando un infierno para quienes pagan la fiesta, vilipendiados o ignorados por quienes disfrutan de ella sin hacer ni una mínima parte del esfuerzo que para los otros ya es insoportable. Ésas son las dos únicas Españas reales: la que paga y la que pone la mano.

La cocina de Montero, el menaje de Sánchez o las reformas de Morant no son una anécdota, pues, sino la prueba de cargo de unos políticos sin corazón que no saben hacer ni la O con un canuto pero escriben a diario el diccionario entero, legislan la gramática y maltratan a los académicos verdaderos mientras fabrican analfabetos conscientes de que en ello está la clave de su subsistencia.