Réquiem por Pablo Iglesias
Un pájaro más bien listo y sin escrúpulos caló, al instante, a pajarillos sin escrúpulos y tirando a bobos. Sus pequeños cadáveres irán ahora a la basura
Hubo un tiempo para la epopeya. No hace tanto. Un siglo, apenas. Los de mi edad aún fuimos, en años muy jóvenes, rozados por su último coletazo. Y los que no quedamos permanentemente imbéciles damos gracias por haber sobrevivido. La epopeya se erige siempre sobre el exterminio.
Tres años antes de ser Podemos, los de Iglesias se decían «indignados». Carecían de ingenio para inventar su propio spot publicitario. Y se apropiaron del que un hombre anciano de ilustres orígenes, Stéphane Hessel, había convertido en bestseller francés meses antes. No podían producirme asombro aquellos «indignados» que el contagio con su folleto hizo brotar en la España estrellada contra un hosco paredón económico. No podían producirme asombro tampoco sus avispados dirigentes. Medio siglo de docencia en la Complutense ha hecho rodar ante mis ojos a varias generaciones de esa fauna: los que de la ficción heroica buscan sacar éxito remunerado. Lo lograron: mi enhorabuena. Algunos de ellos habían sido alumnos míos. Pero es que casi nadie aprende de nadie nada.
Me eran previsibles, pues. Cuando ya tenían su marca propia, escribí que sólo Podemos destruiría a Podemos. Y es que nada odiaba más cada uno de aquellos pueriles caudillos que la sombra que pudiera hacerle cualquier otro. No corría riesgo alguno de equivocarme. Por suerte, el tiempo de librarse de aquel al que se envidia no disponía ya de la eficacia que permitiera a Stalin pasar por el paredón, uno tras otro, a todos –todos– los dirigentes de su partido en los tiempos insurreccionales. Aquí, quien más, quien menos, todo el mundo se llevó su pellizquito: eso consuela. Bescansa retornó al confort familiar: un buen repliegue. Errejón, excelente peronista, se refugió en el regazo de la más senil socialdemocracia. Iglesias cambió cuenta corriente y domicilio. Y la Casa Usher implosionó, en un vértigo que hubiera fascinado al gran Edgar Allan Poe.
Un analista frío debía constatar –más allá de valoraciones– que la España constitucional había tocado techo con el cambio de siglo. Aquellos jóvenes lobos –¿o hienas?– del populismo lo sabían. Y percibían que era una ocasión única de apañarse la vida. En otros tiempos, pongamos los de Gramsci, a ese momento «en que el pasado no acaba de morir y el presente no acaba de nacer» se llamaba un umbral revolucionario. Y era una apuesta arrebatadora. También, peligrosa. Una revolución es lo que tiene: la ganas o la pierdes. Si la ganas, eres Dios. Si la pierdes….
Valoraciones aparte, se requiere mucho coraje para afrontar tal golpe de ruleta: todo o nada. Hubo quienes lo hicieron. En otro tiempo. Con consecuencias trágicas, pero lo hicieron. Iglesias y sus deudos no eran de ese temple. Y apostaron mejor por cambiar de residencia. Y la revolución fue un chalet con piscina en Galapagar. No es poca cosa. Con vago acento del señor presidente de Miguel Ángel Asturias, los cónyuges populistas convocaron referéndum entre sus fieles para saber si convenía al pueblo que ellos vivieran o no en su propio palacio. Los fieles votaron que sí, por supuesto. Fue su «asalto a los cielos». Al fin, una revolución que triunfa del todo.
A esa gente se compró Sánchez: que será lo que sea, pero que no es tonto. Un pájaro más bien listo y sin escrúpulos caló, al instante, a pajarillos sin escrúpulos y tirando a bobos. Sus pequeños cadáveres irán ahora a la basura. Es lo que toca, una vez que la nulidad de Iglesias puso a su grupo en manos de aquella a la que Sánchez había elegido para dar sepultura a la chiquillada. Tampoco los remordimientos iban a pesar sobre una carrera tan hecha de cadáveres como la de Yolanda Díaz. ¿Será jefa del PSOE cuando Sánchez se aburra y alce el vuelo hacia más altos destinos? A lo mejor se equivoca. O no.
El vendaval electoral está ya en puertas. Será largo y exterminador. Cielo santo, ¡qué tedio! Y ¡qué asco de mala gente!