Viernes Santo
No es un puente de chiringuito, se conmemora lo irrepetible, el momento más importante de la historia y el que le otorga un sentido
Cuando nadie se acuerde de los sofistas, plutócratas, cotillas, o estadistas y comediantes –que a veces es ya lo mismo– de nuestra era, la humanidad seguirá recordando y venerando lo que pasó en el primer Viernes Santo en el Gólgota de Jerusalén, el «lugar de la calavera». Como explicó el expansivo Chesterton con la fascinación de un católico de conversión reciente, aquel día sucedió el imposible absoluto, «el creador de lo más alto imaginable pasando por el nadir de la curva más baja del cosmos». Y el efecto de tanto dolor fue la cura para todos nosotros: «El soplo de esta nube negra de muerte viene sobre el mundo como un viento de vida eterna, por el que todas las cosas se despiertan y están vivas».
Jesús, Dios, carga con el mal del mundo y con la muerte más dura y oprobiosa posible nos libera de él. Ninguno de los padecimientos que nos puedan ocurrir alcanzarán jamás aquellos extremos. Jesucristo soportó la tortura psicológica de conocer de antemano todos los detalles exactos de la brutalidad que le esperaba. Soportó la traición de sus leales, con Judas entregándolo por unas monedas y Pedro renegando de él con humana y triple cobardía. Soportó un juicio injusto, absurdo. Soportó la corona de espinas, que ensangrentó su rostro; el cetro de caña y el manto púrpura para ridiculizarlo; el salvaje flagelo romano, que lo dejó tan debilitado que no pudo portar por sí solo hasta el Calvario el travesero horizontal de la cruz, como era costumbre, teniendo que ser auxiliado por Simón de Cirene. Renunció al vino con hiel, con el que se narcotizaba a los reos, para no ahorrarse nada del dolor de la crucifixión, la pena de muerte más dura y odiosa. Sufrió las chanzas de los soldados romanos; la burla de los sacerdotes, escribas y ancianos del Sanedrín; la de los curiosos que se habían acercado a ver el espectáculo de la crucifixión de aquel extraño profeta del perdón y hasta la mofa de los propios insurrectos clavados a su vera en la cruz.
Los cristianos recordamos en el día de hoy que Jesús llevó el amor más allá de cualquier frontera inimaginable. Creemos, como aquel centurión arrepentido al pie de la cruz, que «realmente era el hijo de Dios». Sabemos, y nos sigue suscitando un asombro nunca lo suficientemente agradecido, que se entregó al suplicio en nuestro beneficio y para limpiar toda nuestra cochambre moral.
Viernes Santo. La devoción del pueblo abarrotando las procesiones de las viejas ciudades españolas, un fervor que no va a menos, sino a más. El recogimiento en las iglesias. Los rezos privados. O la música, escuchando como cada año «La Pasión según San Mateo» del matemático Bach, que en una penumbra buscada levanta de manera infalible sus catedrales sonoras.
Nick Cave, poeta barroco y yonqui en su juventud de ángel caído, se ha confiado a Dios tras una larga búsqueda. Conmovido, recita su alabanza «al esplendor, el glorioso esplendor de Dios». En Roma, el Papa sigue adelante sobreponiéndose a sus fatigas y pide «que no haya nadie tan desesperado que no pueda encontrar a Dios». En las calles estrechas de los cascos viejos huele a incienso. En los frentes de batalla puede que paren por un rato los disparos de aquellos que no han entendido nada.
La verdad suprema relampaguea sobre un mundo donde ya casi todo es de usar y tirar.