Aquellas Semanas Santas
No se podía oír música si no era religiosa. Afortunadamente la música sacra ofrece auténticas maravillas. Y el órgano. Y los coros. De un tiempo a esta parte órganos y coros se han visto relegados en beneficio de espantosos grupos guitarreros
La Semana Santa de mi infancia era una Semana Santa de verdad. Lo contrario a unas vacaciones. La ascendencia andaluza de mi madre imponía sus costumbres. Y el Viernes Santo los seis hijos pequeños, Ignacio, Jaime, el que escribe, Javier, Gonzalo y Álvaro nos vestíamos de luto. Todos con la corbata negra. Salíamos a dar un paseo por el bulevar de Velázquez y mucha gente nos daba el pésame. Por la tarde, nos reuníamos en torno al aparato de radio para oír las Siete Palabras del padre Laburu, jesuita y médico, de una eficacia en la oratoria homilíaca espectacular. Como buen médico, el padre Laburu explicaba pormenorizadamente la evolución de la agonía de Jesús, y resultaba de una belleza angustiosa, porque vivía en cada una de sus palabras la muerte de Nuestro Señor. En Televisión Española, hablaba el padre del Opus Dei Jesús Urteaga, recitaba sus poemas de la Pasión el jesuita Padre Cué, y se emitían las películas Balarrasa o Rey de Reyes. El actor que interpretaba a Jesús de Nazaret era Jeffrey Hunter, y lo hacía muy bien. Pero restaba autenticidad una María Magdalena que era Carmen Sevilla, que en el doblaje mantenía, en aquellos tiempos, su acento andaluz y la tradicional sobreactuación del cine español. Oficios en los Carmelitas de Ayala, con entrada por Velázquez. El padre Joaquín Guasp, el prior, acompañado de dos sacerdotes a los que llamábamos El Cejas y el Zópaz, al primero por su inconmensurable entrecejo y al segundo por su imposibilidad de pronunciar la «s». «Ze ruega a laz madrez que hayan venido acompañadaz de hijos y bebéz que procuren que permanezcan calladitoz y no den la tabarra».
No se podía oír música si no era religiosa. Afortunadamente la música sacra ofrece auténticas maravillas. Y el órgano. Y los coros. De un tiempo a esta parte órganos y coros se han visto relegados en beneficio de espantosos grupos guitarreros parroquiales compuestos por chicos y chicas que no saben tocar la guitarra, que cantan con voces ñoñas y eligen un repertorio repetitivo y musicalmente inaceptable. No me canso de decir y escribir que esos grupos guitarreros hacen mucho daño a la Iglesia. En ese aspecto, los protestantes nos aventajan. Cantan con sus voces, sin pretender mediante la ñoñería parecer más buenos, y su repertorio está repleto de buen gusto. Con la cantidad de composiciones bellísimas que tenemos en España, desde el Hacia Ti al Pescador de Almas, los guitarreros han conseguido distraer nuestras oraciones y nuestra devoción con sus mamarrachadas. Dios entra mejor con la buena música. La buena música nos lleva a lo más alto, al límite que separa al hombre de los espacios infinitos de Dios, y los grupos guitarreros españoles nos impiden intentar asomarnos a las alturas del Misterio. Eso, y la pérdida del idioma universal de la Iglesia, el latín, nos ha llenado de desconcierto.
Aquellas Semanas Santas no se interpretaban como unas vacaciones. Las costumbres imperaban, y salvo algunas excepciones, eran períodos de rezos y arrepentimientos, que se iluminaban de golpe con la llegada del Domingo de Resurrección. En España, todavía, más de 29 millones de fieles se mantienen leales a sus valores, principios, emociones y devociones. Andalucía –ay Sevilla y Málaga–, Madrid, las Castillas, Valencia, la verde franja cantábrica, las provincias vascas, Navarra, Aragón, y un algo todavía en Cataluña, y la España insular, resisten los ataques de quienes desean arrebatarnos la fe y convertirnos en musulmanes.
No se trata de un ejercicio de melancolía recordar las Semanas Santas de nuestra infancia. No eran divertidas. Pero eran auténticas.
Y sin grupos guitarreros parroquiales.