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Enrique García-Máiquez

Feliz Pascua Florida

Hoy por hoy, vivimos en un tiempo donde Jesús es un profeta menospreciado, tanto que se atreven o alterar sus palabras o a escogerlas con pinzas, renunciando a aquellas que no se adaptan a lo políticamente correcto

Al rebufo de la Resurrección, aprovechando el tiempo propicio de la Pascua Florida, los intrépidos jóvenes de la Editorial Monóculo lanzaron –ayer– un pequeño ensayo mío que sigue la sonrisa de Jesús en los Evangelios, casi siempre sutil, aunque a veces restalla en una carcajada. El libro, naturalmente, se llama Gracia de Cristo. Pero yo no vengo a marcarme un Umbral hablando de mi libro. El libro es apenas el umbral para pasar a lo que sí quiero decir.

Tampoco vine a predicar, Dios me libre, en ese libro o umbral, así que en uno de los últimos repasos arranqué de raíz unas cuantas moralejas moralizantes que con mucha moral había puesto de remate a la descripción de los episodios donde se atisba la mirada irónica del Señor. En esta columna, sin embargo, recuperaré una reflexión suprimida porque viene bien en este lunes de Pascua y, sobre todo, porque nos hace falta.

En Mc 6, 5 se nos relata una jornada bastante negra de Jesús: «Y les decía: No hay profeta menospreciado sino en su propia patria, entre sus parientes y en su casa. Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por causa de la incredulidad de ellos».

Quiso mi buena suerte que un día yo releyese justo este episodio con fiebre y gripe. No era grave, sino lo perfecto para descubrir un motivo de regocijo escondido entre líneas. El tono de esta escena es pesimista. Todo parece gris. Nadie es profeta en su tierra, no le echan cuenta, no reconocen su autoridad y, en definitiva, no tienen fe. Jesús se escandaliza, nada menos, y se asombra por la incredulidad de ellos. Todo eso pasa, pero pasa algo más, en voz baja y casi como nota al pie: «Sanó a unos pocos enfermos». Y conociendo de primera mano lo que es estar enfermo precisamente el día en que leía ese capítulo, considero que, a esos pocos, la jornada les parecería esplendente, su fe saldría fortalecida, reconocerían la autoridad de Cristo y, aun en su misma tierra, sabrían sin asomo de duda que estaban ante un gran profeta, como mínimo, si no más. Cada uno habla de la feria (y de la fiebre) según le va en ella. Para unos pocos fue, si me permiten el perspectivismo, el día más glorioso de la vida de Jesús.

Mi moraleja viene de suyo y a continuación. Lejos de nosotros leyendas rosas ni optimismos de gafas virtuales que no nos dejen ver la realidad. Hoy por hoy, vivimos en un tiempo donde Jesús es un profeta menospreciado, tanto que se atreven o alterar sus palabras o a escogerlas con pinzas, renunciando a aquellas que no se adaptan a lo políticamente correcto. Y, exactamente como en el texto evangélico, al menosprecio se apuntan sus parientes y en su casa. Supongo que Él se asombra –ahora como entonces– por la incredulidad imperante. Y puede hacer menos milagros que si nuestra Fe fuese esplendorosa o, al menos, como un grano de mostaza.

Con todo, su brazo no ha menguado y sigue haciendo milagros y sanaciones, aunque sólo sea a unos pocos enfermos que se ponen al alcance de sus manos. Seamos de ésos, ustedes y yo. Aprovechémonos de la falta de solicitudes. Entonces, si nosotros somos sanados, como seremos, D. m., este tiempo –que seguirá siendo gris en términos generales y objetivos– nos resultará exultante. Por lo que a nosotros respecta, será la más florida de las felices pascuas, como yo se las deseo. Cada cual ve la feria y la fiebre como le va en ellas. Nosotros no nos quejemos de los tiempos: aprovechémoslos.