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Perro come perroAntonio R. Naranjo

La memez del sexo sentido

El sexo no se elige, y convertirlo en una elección administrativa con una ley infame ya ha empezado a dar problemas insoportables

El otro día entrevistaron en un programa de Cuatro al que acudo a menudo, En boca de todos, a una deportista transexual de nombre Izaro, sensata y razonable como nadie en el Ministerio de Igualdad, para hablar del veto internacional para competir en pruebas femeninas.

Dijo que le parecía razonable el temor a que deportistas que habían logrado, con mucho esfuerzo, ser las mejores en sus modalidades, quedaran de repente borradas del ranking por la supremacía de mujeres que, desde un punto de vista de capacidad física, resistencia, fuerza o velocidad, seguían teniendo condiciones masculinas.

Su impecable razonamiento abrió un turno de intervenciones de la mesa de contertulios en el que el presentador, Diego Losada, nos preguntó nuestra opinión al respecto, mayoritariamente favorable al veto que pone un contrapunto de sentido común al delirio de Irene Montero y el resto de brujas de Zugarramurdi, con la inolvidable Pam Rodríguez a la cabeza.

Yo utilicé los escasos minutos que la televisión permite para explicar cuestiones complejas, lo que necesariamente resta matices y argumentos a casi todo, en intentar aplicar la decisión deportiva a cualquier otro orden de la vida, recordando el caso de un tipo que, tras ir a un notario a inscribirse como mujer, ha intentado lograr una plaza de Policía en Torrelodones examinándose con los baremos femeninos, menos exigentes y por tanto más sencillos de superar para él.

Su caso permite ubicar el desvarío de la ley trans en el lugar que le corresponde, pese a la insistencia de tantos en afrontar el debate de manera equivocada, bien por ignorancia, bien por estupidez: consideran, creo que sin haber leído la ley e impulsados por ese prejuicio ideológico que a menudo es una excusa para justificar su pereza ante los hechos, que todo el engendro legal se limita a la aceptación, o al rechazo, a que una persona nacida con un sexo se sienta el contrario y tenga derecho o no a experimentar lo que ellos mismos denominan «transición».

Se trata de un espinoso asunto en el que las precauciones teóricas y morales, que son muchas y de enjundia incuestionable, colisionan con los casos prácticos como el de Izaro, a la que resulta difícil negar su condición de mujer o discutir su emocionante valentía para perseguir su sueño si mantienes una charla mirándola a los ojos.

En este punto, la mayor prevención ha de ubicarse en la edad donde puede facilitarse o no un salto que, sin necesidad de entenderlo, puede y debe respetarse, con una máxima válida para tantos otros órdenes de la vida: lo que hace feliz a un tercero y no me obliga ni me condiciona a mí ni daña a nadie, ha de ser comprendido y protegido en una sociedad decente.

Solo en los menores de edad, inmaduros por definición, las cautelas han de ser extremas y el rechazo a la ley rotundo, pues les abandona a su suerte en un momento en el que la confusión, demostrada por la ciencia e inducida incluso por la moda, puede hacerles creer que son algo que en realidad no quieren ser, razón suficiente para no someterse a tratamientos hormonales o traumáticas amputaciones de carácter irreversible, más ubicadas en el terreno del abuso infantil que en el de «derechos progresistas» con el que tanto lerdo se llena la boca.

Pero el verdadero veneno que encierra la ley trans, del que casos como el de Torrelodones y otros tantos ya confirmados en competiciones deportivas son indicio, es la estúpida aprobación de la llamada «autodeterminación de género»: la libre elección de una condición legal, con consecuencias administrativas, económicas y judiciales de enorme envergadura; sin otro requisito que mostrarla en un registro ante un funcionario que se limitará a elevar a público el cambio de género, que no de nombre ni de nada si el peticionario no lo desea.

Si la metamorfosis anatómica plantea la duda moral sobre dónde están los límites de la elección humana y si se puede borrar la huella biológica para atender una aspiración contraria a la naturaleza adjudicada por el azar; la mamarrachada de consagrar el «sexo sentido» como una opción legal no admite dudas, a poco que se piense un poco en los damnificados por la frivolidad.

Lo son desde luego las mujeres, que ven cómo tras una larga pelea por la igualdad se abarata su condición y se entrega a cualquiera que, por distintas razones y sin ningún requisito, la quiera para sí mismo, bien porque de verdad lo siente, bien para lograr una ventaja en una oposición, una prueba deportiva, una ayuda social o un pleito en los juzgados.

Consagrar la «autodeterminación de género» ataca a las mujeres, infravalora a los hombres y daña a los transexuales de verdad, y solo la necedad o el delirio ideológico lleva a muchos a confundir lo que creen que dice la ley con lo que realmente dice.

Algo, por cierto, que ya ocurre con la eutanasia: quienes la apoyan piensan en el enfermo terminal sin una vida viable y defienden, en realidad, unos buenos cuidados paliativos que no prolonguen una vida ya inviable ni despidan con dolor al ser querido.

Pero no saben que están respaldando el derecho a morir o el suicidio asistido, un abuso que hoy parece menos grave al limitarse a moribundos y enfermos graves incurables pero que, allá donde se ha legalizado, acaba siendo reclamado por cualquiera que, por soledad, depresión o desamor, considera que ya no tiene sentido seguir entre los vivos.

Ofrecerles una inyección, en lugar de un abrazo y la ayuda que merecen, tiene de progresista lo mismo que dejarle a un listo que le abra la cabeza a una luchadora para que Montero, Pam, Pín y Pón transformen sus trastornos en ley y se ganen una pasta con ello.