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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Batet, Tito Berni… Impunidades

El caso de Juan Bernardo Fuentes Cubelo, diputado del PSOE por Canarias y corrupto muy presunto, no es demasiado original

¿Para qué sirve el despacho de un diputado? La respuesta nos la da graciosamente el socialista Tito Berni. Sin que le tiemble una pestaña. Para hacer dinero. A espuertas y sin dar un palo al agua. La mayor parte de sus colegas, seamos justos, hacen lo mismo, pero sin delinquir. Aunque sin tampoco violar la regla diamantina por la cual se rige la cosa pública en España: a la política se dedica el hermano tonto de cada familia, la pléyade de los que son incapaces de ejercer una actividad laboral tan decente y enojosa como la que cae a diario sobre las espaldas del común hijo de vecino.

No está bien que los zahiramos demasiado agriamente: también los tontos y los gandules tienen derecho a no morirse de hambre. Pero que, además de lo que nuestra caridad colectiva pone benévolamente en sus bolsillos, les venga tan ágilmente el capricho de embolsarse suntuosas mordidas delictivas y de tejerlas primorosamente en los pulcros despachos de la Carrera de San Jerónimo, es ya un poquitín más de lo que una sociedad que no esté incurablemente putrefacta puede seguir tolerando.

El caso de Juan Bernardo Fuentes Cubelo, diputado del PSOE por Canarias y corrupto muy presunto, no es demasiado original: cohecho y tráfico de influencias han sido procedimientos consagrados en la financiación de los partidos políticos españoles y, por contagio, en el súbito enriquecimiento de quienes de esos clubs de ayudas mutuas viven. Ni siquiera la sórdida estética del tal Fuentes Cubelo y sus compinches, trasegando señoritas en paños menores y hundiendo narices en bandejas de un polvo blanco altamente inocente sin duda, presentan novedad alguna. Las habíamos visto idénticas, en los años de Felipe González, protagonizadas por el muy socialista Director General de la Guardia Civil, Luis Roldán: polvos blancos, damas de buen ver, horrorosos señores barrigudos en calzones de dudosa pulcritud. Futesas. Lo verdaderamente gordo era lo que el socialista Roldán había hecho con el dinero expoliado a complacientes constructores que veían muy bien hacer negocio merced a la poderosa impunidad de aquel sinvergüenza. Los «Bernis» han sido lugar común de la política socialista española. En lo moral, en lo estético, en lo financiero sobre todo.

Pero los negocios como Dios –o como el Diablo– manda, hay que hacerlos en algún sitio. Discreto, de preferencia. Ministro socialista hubo que recibía sus maletines en estaciones de servicio: salió impune. Al Tito Berni, eso de colectar billetes al olor de la gasolina le debió parecer una horterada. Tiene razón. ¿Por qué arriesgarse a pillar un feo resfriado, cuando uno dispone de un despacho la mar de cuco en la Carrera de San Jerónimo? Allí venían sus amigos en las artes refinadas del negocio oscuro, como al despacho del hermano de «Mihemmano» vinieron, en su momento y en Sevilla. Con idéntico objeto. Cambian los nombres, cambian las ciudades. El estilo es el mismo. Y el dinero. Siempre. Ese estilo perfecto lo inventó en Sicilia, hace mucho, una fraternidad de nombre tal vez excesivamente infamado.

Un despacho bien cuco y bien calentito. Con, eso sí, un pequeño riesgo: el registro que, de las visitas recibidas, debiera haber quedado en el Parlamento que preside la señora Batet. Nada más sencillo que hacerlo público, para que todos los contribuyente fuéramos pudiendo hacernos una idea de lo que se teje, en ese sagrado lugar, con nuestro dinero. Pero el registro no existe. Fue destruido. A eso se reduce todo, para la Presidente del Congreso. Y se acabó. Que la señora Batet perteneciera al mismo grupo socialista del Tito Berni, no ha tenido, por supuesto, influencia alguna en tan triste pérdida de pruebas incriminatorias. Pura coincidencia. Faltaría más.

Pero éste –éste– es con toda exactitud el país en que vivimos, el parlamento que pagamos; ésta –ésta–, la España en la que somos despreciados. No, enseñaba el ácido Guicciardini hace cinco siglos, no lamentemos que la patria se derrumbe. Todo, al fin, acaba por hacerlo: tarde o temprano. Lamentemos que venga a caer precisamente sobre nuestras cabezas. Como cae ahora. Merced a Batet, a Berni, a tantos otros. Con oficial despacho.