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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Odio a la Monarquía

Vuelve el odio antimonárquico, con saña irracional, de la mano del nuevo Frente Popular

Monarquía y República son dos formas de Estado. Es natural preferir razonadamente una u otra. Lo que ya no lo es tanto es exhibir un odio absoluto o incondicionado a cualquiera de ellas. La izquierda en España ha sido tradicionalmente republicana. No lo fue durante la Transición ni en los primeros tiempos de la democracia. Ahora vuelve el odio antimonárquico, con saña irracional, de la mano del nuevo Frente Popular. Las dos experiencias republicanas españolas fueron desastrosas. La Monarquía ha vivido tiempos excelentes y nefastos. Hoy es razonable preferir la Monarquía, al menos por los males que evita. Es probable que no merezca una adhesión absoluta e incondicionada, pero, en España, pese a sus inconvenientes y defectos, se siente uno inclinado a amarla casi sin condiciones.

La fobia patológica se ceba ahora en el Rey Juan Carlos I. Su reinado ha tenido grandes aciertos y algunos errores graves, sobre todo en el ámbito de la ejemplaridad. Pero la historia, que tiende a prescindir de la nariz de Cleopatra, considerará ante todo el proceso de la «devolución de España», su condición de jefe del Estado de la Transición (¿habrá que repetir que no todo en la Transición fue bueno?). Aquí se encuentra una de las claves de la animadversión que ha despertado entre los enemigos de España, de la libertad y de la concordia. Entre las muchas cosas que merman nuestra vida colectiva se encuentra una grave ausencia de sentido institucional, tanto por parte de quienes ostentan las instituciones como por la mayoría de los ciudadanos. Los primeros porque las convierten en partidistas. ¿Hay algún ministro o diputado que se considere a sí mismo como representante de la nación? No, a menos, que identifique la nación con su partido. Los segundos porque en ocasiones arrojan sobre la institución los errores cometidos por quienes transitoriamente las ejercen.

Entre los argumentos esgrimidos, expresa o tácitamente, por la izquierda radical acéfala pueden apuntarse los siguientes. El radicalismo político aborrece la continuidad en la vida de los pueblos y aspira al adanismo social revolucionario. El radical vocacional tiene un espíritu auroral: quiere siempre comenzar de cero. Nada vale del pasado. La excepcionalidad de la Inglaterra del XIX nació de que los ingleses nunca se dejaron arrebatar un derecho fundamental que la mayoría de las veces se olvida: el derecho a la continuidad. También aborrecen lo que en la Monarquía queda, aunque sea de manera muy residual, de régimen mixto. La mayoría de los grandes pensadores políticos consideraron que el régimen preferible era el mixto, combinación de principios de dos o más regímenes. La monarquía constitucional es un régimen mixto. Las actuales democracias parlamentarias no lo son. Nadie que ame la democracia frenética y el «hiperigualitarismo» puede estimar la Monarquía, que, por definición, no es igualitaria ni el Rey es elegido. Los hemipléjicos morales que aspiran a que sólo viva media nación y muera la concordia no soportan una institución que representa a la nación completa. Por no hablar de los enemigos de España que sueñan con romper su unidad. Las pulsiones patológicas que conducen a la «monarcofobia» quedan así diagnosticadas. No les importa que muchas de las democracias europeas ni de los países más prósperos y justos, sean monarquías. El rencor y el resentimiento no se atienen nunca a razones. La ideología repele a la inteligencia con inusitada obcecación.

Por supuesto, la Monarquía sólo puede fundamentarse en la soberanía nacional, es decir, en la Constitución. Ortega y Gasset se adhirió a la República, no porque fuera republicano, sino porque pensó que la Monarquía había dejado de ser de toda la nación para convertirse en una potencia particularista. Muy pronto pudo comprobar que la República padeció, desde sus orígenes, el mismo mal, el de ser un régimen de unos españoles contra otros. Tampoco la República se erigió en fuerza nacionalizadora. El Frente Popular fue la culminación trágica de ese designio originario. En nuestros días, la Monarquía es una de las primeras fuerzas nacionalizadoras. Creo que Felipe VI lo ha entendido, como hizo su padre, perfectamente. Nada más natural que los que aspiran a la existencia de sólo media España o de ninguna, sientan un odio visceral a una institución, que además de no satisfacer la pasión desmedida por la igualdad, representa la unidad y la continuidad de la nación.