De Varsovia a Jerusalén, 80 años
Irán ha dejado bien claro siempre el único objetivo de su inminente armamento atómico: la destrucción de la nación judía
Como cada año, han sonado este lunes las sirenas del recuerdo en las ciudades israelíes: «Yom Hashoah», la jornada nacional del «recuerdo de la Shoah y el heroísmo», evoca ante todos, no sólo ante el pueblo judío, el día en el cual las tropas de las SS, enviadas por Heinrich Himmler, iniciaron la aniquilación exhaustiva de los últimos habitantes del gueto de Varsovia. Era el día 19 de abril. Que coincidió, aquel año 1943, con el 27 del mes de Nisán en el calendario judío. Los resistentes judíos dieron una batalla desesperada que se prolongó durante un mes. 13.000 habitantes del gueto murieron durante los combates. 37.000 fueron trasladados a Treblinka para ser allí gaseados. No hubo apenas supervivientes.
Como cada año, los israelíes alzan constancia de la lección atroz del siglo XX: ceder ante un monstruo es el modo más eficaz de multiplicar lo monstruoso. La Alemania de Hitler logró ser el monstruo más eficiente de la historia conocida, sencillamente porque, durante años, nadie, absolutamente nadie, juzgó conveniente hacerle frente. ¿El resultado? Lo conocemos: millones de muertos en la más despiadada guerra de la historia. Y un proyecto sin precedentes: borrar, sin dejar huella, a un pueblo entero, sobre el cual Alemania –no sólo Hitler– había volcado todas sus frustraciones, todos sus odios, todas sus miserias nacionales. Seis millones de judíos fueron exterminados sólo por ser judíos. A la mayor gloria germana.
Israel nació, por acuerdo de la ONU, pocos años después. Y fue, desde su nacimiento, acosado por todos sus países fronterizos. Pero el pueblo judío había aprendido que sólo sobrevive aquel que sabe defenderse. También con las armas. Es lo que, el lunes pasado, evocaban las sirenas en las calles y en la ceremonia nacional del 27 de Nisán en Yad Vashem, museo, archivo y lugar de estudio y meditación del holocausto. Ochenta años después del combate sin esperanza de los últimos de Varsovia, nadie en la tierra de Israel va a aceptar pasivamente ser conducido hoy al matadero.
Porque, ochenta años después, Israel sigue viviendo bajo la amenaza de los que rechazan cualquier acuerdo de paz y fronteras. Porque, ochenta años después, Israel sigue asistiendo a la pasmosa pasividad con la que el mundo democrático asiste a la transformación en potencia nuclear de un Irán que ha dejado bien claro siempre el único objetivo de su inminente armamento atómico: la destrucción de la nación judía. No hay «disuasión» de ningún tipo en el programa nuclear de los ayatolás. Hay el borrado de Israel del mapa del Cercano Oriente. Es todo.
En 1947, Arnold Schönberg compuso el más escalofriante homenaje a las víctimas de Varsovia. Un oratorio, por encima de cuyo recitado resonaban los alaridos de huesos rotos y cuerpos tronchados, en medio de cuyos cadáveres se alza la voz milenaria que se niega a ser destruida, «Shemá Israel», en uno de los momentos más devastadores de la música mayor del siglo XX. Pero, hoy, pasados ya ochenta años, más aún que ese casi insoportable alarido que es Un superviviente de Varsovia, la sencilla melodía del himno de los partisanos del gueto judío nos habla a todos, a todos nos interpela: «No es un canto alegre, es canto de fusil, / no es tampoco pájaro de libertad, / es canción de un pueblo obligado a sufrir, / que con sangre y plomo escribirá el verso». Que lo sigue escribiendo, ochenta años más tarde.