Enorme afición a dispararse en el pie
Resulta pasmoso que la izquierda contemporánea siga haciéndole ojitos al comunismo pese a las horrorosas lecciones de la historia
La Universidad CEU San Pablo ha tenido la buena idea de organizar un congreso internacional que recuerda a las víctimas del comunismo. Lo han titulado adecuadamente «Voces por la libertad». Este miércoles y jueves se escuchan allí los desgarradores testimonios del sufrimiento en los países del Este bajo la bota soviética; la voz valiente de un disidente chino; el vibrante ejercicio de memoria –de la buena– de una descendiente directa de varias personas asesinadas en Paracuellos por el Frente Popular; los doloridos recuerdos de las víctimas del terrorismo maoísta que asoló Perú y de las matanzas de ETA (con la burla añadida de que en ambos países la izquierda ha puesto en marcha un proceso de amnesia y de perdón a los asesinos).
Todas esas brutalidades compartían algo, un mismo motor ideológico: la quimera comunista, la ideología más letal de la historia en volumen de muertos: unos cien millones. Siempre que se ha experimentado ha acabado mal. Pero asombrosamente la burra vuelve al trigo, no escarmienta (ahí está Hispanoamérica, intentándolo una vez más contra las evidencias previas, o los malos pasos del Gobierno de nuestra propia España).
El comunismo fracasa siempre porque provoca un triple destrozo. En primer lugar machaca la dignidad humana, porque priva a las personas de lo más valioso: Dios y la libertad. Al socialismo le ocurre aquello que decía el inteligente liberal francés Benjamin Constant de Rebecque sobre el abate Malby, pensador protosocialista: «Malby quiere que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre». Cada vez que escucho la cita me vienen a la mente, no sé por qué, los rostros de nuestro Gobierno «progresista» para todos y todas y el orfeón mediático e intelectual que lo apoya.
El segundo destrozo del comunismo es el económico. La restricción o supresión de la propiedad privada, la economía planificada por el Estado y el voraz intervencionismo estatal no generan progreso (de ahí los sarcástico de que se hagan llamar «fuerzas progresistas»). Lo que se provoca es una igualación a la baja, una socialización de la miseria. Excepto, por supuesto, en el caso de la opulenta oligarquía dirigente, que en los regímenes comunistas suele ser extractiva hasta el latrocinio.
El tercer destrozo del comunismo es la represión, que en su versión aguda acaba en pura violencia física contra la disidencia. Un régimen socialista fetén impone un control férreo de los medios, altísimas dosis de propaganda, culto al líder providencial, negación de la pluralidad y del propio derecho a existir del adversario ideológico, y un intenso lavado de cerebro a través de las palancas de la educación y la cultura.
En efecto: todo ese hedor empieza a impregnar la atmósfera política española. Resulta pasmoso –o más bien desolador– que la izquierda contemporánea siga haciéndole ojitos al comunismo a pesar de las brutales lecciones de la historia. Y asombra también el creciente desprecio a la democracia liberal, que con todos sus defectos es el mejor sistema de derechos y libertades inventado hasta la fecha. No se conocen gulags ni chekas en nombre de las ideas de Adam Smith y Karl Popper.