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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sí era no

Rara vez al decir sí no estamos diciendo no. Aún más rara vez, al decir no, no estamos diciendo sí. Y sopesar los afectos no es recitar la tabla de multiplicar. Ni juntar los caracteres de un WhatsApp

¿Sí es sí? No siempre. Ni necesariamente.

En el año 1925, Sigmund Freud escribe una pequeña obra maestra de ironía. Lo que es lo mismo, de inteligencia. Lleva el título de La negación. Y es un epítome –en apenas tres páginas– del primordial desajuste que, en el lenguaje humano, hace hablar al unísono consciencia e inconsciente. Y hace nacer de esa simultaneidad la paradoja a la cual llamamos un hombre.

El vienés está narrando una experiencia clínica. Y, como siempre, más allá del caso concreto, extrayendo un patrón de los comportamientos humanos. Porque Freud, antes que un psiquiatra clínico, gestor de la técnica que revolucionó la terapia mental en los inicios del siglo XX, fue un filósofo, escueto y literariamente fulgurante, que de la experiencia clínica extrajo descripciones asombrosamente precisas sobre las enmarañadas estrategias de nuestra subjetividad. De sus formas patológicas, como de las más ajustadas a «norma».

Todo estudioso del pensar en el primer tercio del siglo XX recuerda la ácida humorada con la que se abre ese artículo. El paciente se instala en el diván: «Va usted a creer ahora que quiero decir algo ofensivo para usted, pero le aseguro que no es tal mi intención». Y el analista, si no es perfectamente idiota, sabe que sí, que es exactamente esa la intención de algo en él: de ese algo a lo cual Freud llama el inconsciente.

Los juegos de afirmación y negación son parte indisociable, entre otras cosas, del enrevesado ajedrez del cortejo. No hay historiador de la literatura que no lo sepa. Ni lector, sencillamente. Pensemos en la más inteligente –y quizá más cruel– historia de amor en la novela del siglo XIX: la que sirve de soporte para que Gustave Flaubert trace el gran fresco de la Francia enredada entre restauraciones y revoluciones a lo largo del siglo. Si La educación sentimental es uno de los momentos mayores de toda la historia de la literatura es, precisamente, por el modo en el que los síes que son noes de la nación desgarrada, tienen su microcosmos exacto en los noes que son síes dentro del juego, al fin desolador, que, en ese marco, van trazando los encuentros y desencuentros de Frédéric Moreau y Madame Arnoux.

Hasta llegar a ese capítulo 6 de la parte III, que está entre los más sutiles y más tristes que haya escrito un novelista moderno. Madame Arnoux, que ha dicho no durante más de veinte años al joven Moreau, se presenta en su domicilio para decir que sí. Y Moreau dice ahora sí para mejor rechazar a la dama y salvar un no que ha pesado en lo más hondo de su deseo como garantía del imposible sobre el cual lo infinitamente deseable se asienta. Porque sólo lo inaccesible es deseable. Levantado el veto, levantado el no, el sí del deseo se muestra como sólo una mascarada, detrás de la cual alza su imperio el no absoluto. El no de madame Arnoux era un sí, y el sí de Frédéric Moreau era un no.

No y sí se confunden. Dice Freud que porque el inconsciente no conoce el principio lógico de tercio excluso, sobre el cual se asienta todo nuestro pensamiento racional. Es discutible. Lo que no lo es, desde luego, es que tal ambigüedad recorre toda la literatura de occidente. Desde la invención de obstáculos que define la tan elaborada relación entre dama y caballero en el «amor cortés», sabiamente estudiado por Rougemont, hasta los no menos desasosegantes obstáculos que a esa relación pondrán, ya en el siglo XIX, los –bobamente considerados infantiles– cuentos de los hermanos Grimm o del inmenso Hans Christian Andersen.

No se puede legislar el inconsciente. No se puede reducir a ley unívoca la equivocidad sobre la cual se articula todo afecto humano. Todo. Sería estupendo que los humanos fuéramos maravillosos artefactos unívocos. Pero es mentira. Rara vez al decir sí no estamos diciendo no. Aún más rara vez, al decir no, no estamos diciendo sí. Y sopesar los afectos no es recitar la tabla de multiplicar. Ni juntar los caracteres de un WhatsApp, ni medir los pasos de danza de un tiktok. Pero, ¿es que son acaso capaces nuestros benditos infantes populistas de ir más allá de las pantallas de sus teléfonos?

¿Sí es sí? No siempre. Ni necesariamente.