Pascal no correría la maratón
Cada vez hay más gente que huye de las últimas verdades con un incansable alarde vitalista, un perpetuo trajín que al final consiste en escapar de uno mismo
Este domingo se corren las maratones de Madrid y Londres. Algunas personas ya canosas someterán sus anatomías a un suplicio de 42 kilómetros, con riesgo de patatús y previo pago de 60 euros en el madrileño y 146 libras en el londinense. ¿Por qué lo hacen? Imagino que por probarse a sí mismos, o por aportar un sentido a sus vidas con un hito. Veo en la Castellana cómo levantan las vallas de la gran carrera y veo en televisión los acartonados afanes náuticos del Rey Juan Carlos. A sus 85 años, no para. Nada más aterrizar en Londres se fue al fútbol en Chelsea, y de allí voló presto a regatear a Pontevedra. Ante el desafío físico de los maratonianos y el vitalismo incansable del viejo monarca me acuerdo de la más célebre cita de Blaise Pascal: «Toda la infelicidad de los hombres viene de que no sabemos quedarnos tranquilos en una habitación».
De los periodistas se dice que podemos hablar de todo. Pero no más de dos minutos. Por eso supone una cura permanente de humildad escribir artículos donde también lo hace el filósofo Gabriel Albiac, de enormes conocimientos y dueño de un castellano culto en peligro de extinción. Albiac ha consagrado parte de su vida a estudiar a dos fenómenos impares del Barroco, que murieron demasiado pronto. Uno es Spinoza, que se fue a los 44 años, tras colocar sigilosas cargas de profundidad bajo las convicciones judeocristianas y tras ser expulsado de la sinagoga de Ámsterdam de sus ancestros por hereje. El otro es en cierto modo su reverso, Blaise Pascal, que dejó este mundo a los 39 y se entregó a defender la esperanza cristiana.
Cuando fallece el enfermizo Pascal –el 19 de agosto de 1662, tras unos años finales de ascetismo jansenista–, sus familiares y su círculo están convencidos de que en su despacho hallarán una obra sobre la que lleva lustros parloteando, su Apología de la religión cristiana. Ni rastro. Lo que se encuentran es un desbarajuste de papeles, con notas de diverso tamaño, legajos cosidos, textos tachados con correcciones... Sabedores de que son los apuntes de un genio, todo se preserva y se edita al instante en un libro titulado Pensamientos. Pues bien, Albiac trabajó arduamente, como hurón de archivo y editor de élite, hasta que por fin en 2018 logró publicar la mejor versión anotada que existe de tan asombroso y jugoso material.
Pascal no correría maratones, ni se embarcaría a regatear en edad provecta por rías ventosas, porque sabía que moverse mucho puede ser solo una forma de autoengaño: «La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es la diversión. Y sin embargo es esta la más grande de nuestras miserias, pues nos impide pensar en nosotros mismos y nos hace perdernos sin darnos cuenta. Sin ella estaríamos en el hastío, y ese hastío nos empujaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero la diversión nos entretiene y nos hace llegar a la muerte sin darnos cuenta», eso garabatea en sus Pensamientos. Y está hablando con toda su verdad sobre la mesa, pues como bien señala Albiac, «escribir al borde de la tumba no deja lugar a la comedia».
Blaise Pascal es probablemente una de las personas más inteligentes que hayan respirado por aquí abajo. Niño prodigio nacido en una familia noble, su padre, juez y matemático, se encargó personalmente de educarlo. Pero con un límite: hasta los 12 años solo estudiaría griego y latín, nada de matemáticas. Las aprendió igualmente, tocando de oído. Un día su padre se sorprendió al pillar al crío escribiendo fórmulas y con 16 años ya rubricó un asombroso tratado de geometría. Pascal fue matemático, físico, pionero de las máquinas de cálculo y de la estadística, filósofo y teólogo. Poseía una cabeza única, que cortaba como un diamante, y un cuerpo que era un guiñapo. Toda su vida padeció jaquecas diarias y demoledoras, calambres en las piernas y dolores de estómago. Se cree que pudo morir por una combinación de un cáncer estomacal y una tuberculosis, amén de que su físico estaba debilitado por la frugalidad que abrazó por motivos religiosos.
Como buen católico, concedía su rol a la razón. Pero no dejaba de señalar lo obvio, que Dios se esconde y que «su infinito escapa a la finita inteligencia humana». Solo se puede llegar a Él «desde el corazón». Suya es la famosa «Apuesta de Pascal»: si creemos en Dios podemos ganarlo todo y, si no existe, no perdemos nada, así que tiene toda la lógica apostar por Dios. Tampoco debemos desfallecer ante su enigma, porque «todo lo que es incomprensible no por ello deja de existir». «Se puede reconocer con claridad que hay un Dios sin saber qué es». Pero al final, Pascal concluye que Jesucristo es la única puerta para alcanzar una certidumbre: «No conocemos a Dios más que por Jesucristo. Sin ese mediador queda suprimida toda comunicación con Dios. Jesús es el verdadero Dios de los hombres».
Tras haber coqueteado con la idea de caballero mundano revoloteando por la Corte, Pascal se convirtió profundamente en noviembre de 1654, tras una experiencia mística nunca bien aclarada. El inteligentísimo matemático sabía lo que ya advertía el Eclesiastés: la muerte sería insoportable sin Dios. Pero la fe convierte el telón final en un trance de alegría.
Pascal no un tenía móvil que lo distrajese cada seis minutos, ni redes sociales. No empalmaba viajes de ocio huyendo de sí mismo. No eligió disiparse en la comedia de la vida para no ver la verdad de la vida. Pudo leer, pensar, escribir sus revoltijos de papeles. Se entretuvo con sus juegos matemáticos hasta que a los 25 años concluyó que solo existía un asunto digno de estudio, Dios, «porque solo en Él se puede encontrar la felicidad, no en las cosas perecederas». Se fue desprendiendo de oropeles y vanidades y al final ordenó que subastasen todos sus bienes para los necesitados de París. Sus últimas palabras fueron acorde a sus creencias: «Que Dios nunca me abandone». Calculamos que su apuesta le salió bien.