Tu guita a Mohamed
Todo el dinero español que entra en Marruecos para otras cosas permite ahorrárselo al Gobierno de allí y emplearlo en cosas que sí nos afectan tan gravemente o nos afectarán
Espanta la falta de representatividad de muchas de las medidas que toman nuestros gobiernos democráticos. ¿Alguien piensa que una mayoría social aprueba el derribo de los embalses? ¿Y qué diría el pueblo soberano si le preguntasen por la autonomía de vuelo del Falcon del presidente Sánchez? ¿Alguien duda que el endurecimiento de las penas es una demanda transversal que goza de un mayoritario apoyo social? En cambio, aquí se hace todo lo contrario.
En esa categoría entra de lleno el pago a través de ayudas o de subvenciones directas o indirectas de dinero público, previamente extraído a los exprimidos contribuyentes, a Mohamed VI. Además de que nuestra política exterior le baila el agua contra nuestros intereses más elementales e históricos. Nuestra guita acaba en los bolsillos del millonario comendador de los creyentes y nuestra diplomacia a sus pies. Es –cuando se piensa– un escándalo.
Hay países más necesitados, y, además, Marruecos se permite gastos que son contraproducentes para los intereses más básicos de España. Sus inversiones militares no paren de crecer, mientras que nuestro presupuesto en Defensa es minúsculo. Existiendo conflictos –más que latentes, latiendo– entre ambos países, la cosa no tiene ni gracia ni estrategia. Luego están sus inmensas inversiones en infraestructura, como el puerto de Tánger Med, que compite estrechamente con el de Algeciras. No olvidemos la agricultura, a la que ellos, a diferencia de España, apoyan con una política comercial firme y creando infraestructuras de regadío.
Son gastos legítimos y, por supuesto, inteligentes. Lo ilegítimo e idiota es pagarlos nosotros. Una defensa muy torpe sería replicarnos que el dinero español no va para que compren misiles de largo alcance y buques de combate. Ya, ya. Por la realidad de la caja única, todo el dinero español que entra en Marruecos para otras cosas permite ahorrárselo al Gobierno de allí y emplearlo en estas cosas que sí nos afectan tan gravemente o nos afectarán.
Tampoco vale el argumento liberal a favor de la libre competencia. Estamos dopando con nuestro dinero público la competencia económica de Marruecos… ¡contra nuestros intereses! Sacamos dinero de nuestra economía (que podría quedarse en nuestros bolsillos por rebajas fiscales o, al menos, en nuestro gasto público por inversiones nacionales) y se lo inyectamos a la economía del país vecino.
Y todo sin la justificación democrática. No estamos sosteniendo un país con un sistema político modélico, desde luego. Tampoco el conservadurismo avalaría esta transferencia. Un Estado debe ser solidario primero con su propia comunidad, no debe meter las manos en los bolsillos y en la propiedad de los ciudadanos para hacer su ayuda internacional y menos imponernos gastos a todos los ciudadanos en calidad de imperativos (dudosos) de conciencia.
Desde una ideología más socialista, en el mejor sentido, no tiene tampoco lógica, con los problemas económicos y laborales de buena parte de nuestra población, engolfarse en una solidaridad con el país vecino, que tiene, como decíamos, dinero suficiente para aumentar su gasto en Defensa. Una regla básica podría ser que España no ayudase a Estados que tengan dinero para comprarle a Norteamérica montones de carros de combate.
Si las otras justificaciones no resisten un análisis rápido, sólo nos queda la explicación de la realpolitik. O sea, que España, con la fermosa cobertura de la ayuda internacional, está, en realidad, pagándole a Marruecos sus servicios de gendarme en la frontera y otros, o todavía peor, cediendo a su chantaje de llenar nuestras fronteras de emigrantes.
No es buena idea. Quien hace chantaje tiene un chollo y se vuelve insaciable, a la vez que el chantajeado se hace más y más débil. El dinero que va a Marruecos debería emplearse en fortalecer nuestras propias fronteras y, por tanto, en cimentar nuestra autoestima. Estas ayudas inagotables no las entiende nadie; y, además, levantan extrañísimas sospechas, que urge disipar.