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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Triste 1º de mayo

Primero de mayo hoy. Festejo. Presiden dos sujetos cuyo sueldo paga el presupuesto público. Protege sus finanzas una copia de Eva Perón en plexiglás y ministerio

Asisto al espectáculo turbio de los turbios caudillos sindicales. Todos. Gente sin otro oficio que el de gestionar uno de tantos funcionariados cuantos costea el Estado. Ni más utilidad que la de proteger a quien les paga el sueldo a cuyo abrigo vegetan.

Bajo disfraz de proletarios de pésima zarzuela, los autoproclamados líderes de la clase obrera española esgrimen consignas que son tan hueras como un cuarteado cascajo a punto de desintegrarse. Que son tan anacrónicas como esos uniformes de mendigo a la medida que pasean mientras piden el voto para una muy mala copia local de Eva Perón en satén blanco, rubio de bote el tirabuzón lacado. Acabado el festejo, retornarán a casa, a ese hogar confortable de pequeños burgueses que supieron apoderarse del privilegio raro de ver pasar la buena vida sin dar jamás un palo al agua. Son lo peor del inconmensurablemente pésimo funcionariado español: la gandula incompetencia.

No hay conmemoración que no sea triste. Es cierto. La liturgia de un tiempo legendario deja en nosotros la certeza –mitológica, desde luego– de que existió alguna vez esa perdida edad de oro que nos niega el presente. Y sabemos, por supuesto, que es mentira: todo tiempo pasado revistió de leyenda a sus antecesores. Exactamente igual que nosotros lo hacemos. El áspero presente tan sólo nos es soportable envuelto en las gratas galas de un tiempo pretérito que está sólo en nuestra fantasía.

Pero de esas tristezas conmemorativas, la opereta anual de los primeros de mayo puede que sea la más amarga. Porque arrastra por el fango, con el solo propósito de beneficiar a la peor gente, lo que ha sido –y nada puede ocultar eso– una historia de muerte y sufrimiento, en la cual viene a cifrarse la metáfora más dura de la condición moderna.

Desde la matanza de Chicago, en 1886, el primero de mayo vertebró algunos de los combates más nobles de los dos últimos siglos. Los sindicatos se forjaron, en ellos, como modo de autoorganizar a quienes combatían por su supervivencia. Y, si a sí mismos se dieron nombre de «organizaciones de clase», fue en la medida misma en que sólo por sus afiliados se admitía que fueran financiados: eso –más allá de acuerdos y de desacuerdos– los hacía respetables. Para las organizaciones a las que pagaba otro –ya fuera la patronal, ya el Estado–, el movimiento obrero reservó, durante un siglo, la más despreciativa de las designaciones: «amarillos». A nadie odió el proletariado clásico con intensidad más testaruda que a esos piquetes de lacayos. Éstos.

Primero de mayo hoy. Festejo. Presiden dos sujetos cuyo sueldo paga el presupuesto público. Protege sus finanzas una copia de Eva Perón en plexiglás y ministerio. Podría hasta ser cómico. Tal vez lo sea: cómico sólo. Los miro. Debería reírme. Y la tristeza me puede.