Batman y Robin en Sanchilandia
Todo aquel que ose ganar más de 21.000 euros es tratado como un millonario por una Hacienda feudal de guante blanco
Pedro Sánchez y Yolanda Díaz se creen Batman y Robin, pero no pasan de ser el Jóker y su ayudante, o ayudanta, que si hablamos del mal debemos ceñirnos a la prosopopeya inclusiva, que es el truco retórico para blindar el dislate político sin miedo a la respuesta: el qué dirán es la autocensura moderna, un traje de miedo que te hace cómplice del exceso, o de la estupidez, por temor a la condena social del osado disidente.
Sus superpoderes se despliegan especialmente en los asuntos económicos y laborales, y tienen un efecto hipnotizante: por más que la tozuda realidad enmiende los salmos victoriosos de la parejita, no pasa día sin que el Gobierno presuma de éxitos en el mercado de trabajo y de avances financieros sin parangón, refrendados en exclusiva por instituciones colonizadas por un Tezanos elegido para ese juego sucio estructural.
Hay Tezanos altos y bajos, gordos y flacos, con senos y con cosenos, pero todos son equiláteros en la manipulación de cifras, estadísticas y tendencias para tratar de poner la proa de la opinión pública en contra de sus propios ojos: solo hay que ver a los líderes de los nuevos sindicatos verticales clamando el Primero de Mayo contra las empresas, mientras miran de reojo el reloj no sea que se les pase la reserva en la marisquería.
Con el empleo hemos alcanzado el paroxismo sanchista, que algún día se estudiará en psicología junto a otras perversiones sexuales: se trabajan menos horas laborales al año, la renta disponible ha caído como en ningún lugar de Europa, la tasa de paro es la peor de la Unión y existe ya una legión de ciudadanos que ni trabajan ni cobran subsidio, pero milagrosamente no son reconocidos como parados.
Son los nuevos fijos discontinuos, los indefinidos de pega, los vientres de alquiler de Sánchez para gestar empleos subrogados que no dan para comer ni para pagar las facturas, pero sí son válidos para que el Gobierno se arrogue la paternidad de los «mejores datos de la historia».
En España hay 4.5 millones de demandantes de empleo, según los datos oficiales del SEPE, esa cosa que debió inspirar el viejo chiste sobre los funcionarios: «¿Ustedes no trabajan los jueves por la tarde? No, los jueves por la tarde no venimos. Cuando no trabajamos es el resto de la semana».
Esa mayúscula cifra incluye a los parados de verdad y a los que, sin serlo del todo, tienen un trabajo tercermundista y buscan otro más decente. A esto debemos sumarle que el Gobierno cuenta cotizantes para excluir del paro a pobriños con un contrato de una hora semanal, un empleo temporal o incluso un simple curso del viejo INEM.
Y añadirle, entre otras evidencias obscenas, que el 55 % de todo el empleo generado desde la pandemia es público, para que no les falte de nada a los compañeros del metal que no tuvieron hueco en las listas electorales aunque falten luego en hospitales y oficinas de la Seguridad Social.
La conclusión es muy sencilla. Solo en Sanchilandia, el universo paralelo y para lelos de Pedro I El Embustero, España va bien. En el país de verdad, ajeno a las prebendas del Régimen y al variado catálogo de subsidios que en origen atendían emergencias sociales y ahora son un fraude consentido para que tanto vago y tanto espabilao trabaje menos que el peluquero de Kojak, la gente tiene trabajos de mierda con sueldos de pega; los autónomos se cuecen en interminables jornadas sin vacaciones y se fríen en el aceite de unos impuestos confiscatorios; las pequeñas empresas quiebran y las familias se están gastando los ahorrillos acumulados con el sudor de su frente y todo aquel que ose ganar más de 21.000 euros es tratado como un millonario por una Hacienda feudal de guante blanco.
De todos los timos de Sánchez, que solo es eficaz en el engaño y la estafa, el del empleo es el más nauseabundo, porque intenta decirle al comatoso que está sano y que, si se siente al borde de la muerte es porque le da gana: si en España hasta Echenique gana 120.000 euros anuales, de qué enfermedad me está usted hablando ni qué niño muerto.