Madrid, un 2 de mayo
Madrid, como esa basílica en la cual busca un escéptico el sosiego, es, al cabo, un artilugio literario. Que me envuelve. Una vez más, un 2 de mayo
«No soy un árbol». Creo que la boutade es de André Gide, aunque me sirve igual que no lo sea. «¿A cuento de qué debería yo tener raíces?» No las tengo, no las añoro. Hace ahora poco más de medio siglo, llegué a Madrid. Y seguí siendo un nómada, tal como corresponde a mi genética de hijo de funcionaria. Pero sólo me he ido de aquí para poder volver: los retornos son, dígase lo que se diga, lo más grato de los viajes; sobre todo, cuando los viajes son al fin del mundo.
Supongo que, en la mañana del 2 de mayo –como en tantas otras mañanas de cualquier día–, es esa calma la que me llevó a acogerme al sosiego de la cúpula de San Francisco el Grande. Motivos, digo yo que conmemorativos, me impidieron quedarme allí dentro, como otras veces. No importa: intemporal, la basílica se entrega a la primera, y aun a la fugaz, mirada que disecciona la más bella cúpula de esta ciudad tan misteriosamente parca en arquitectura religiosa. A cuatro pasos de aquí quedarán los libros de mi biblioteca, cuando yo sea nada. Y sé que también eso construye el don del sosiego que he buscado aquí en tantas mañanas. Basta un templo como San Francisco para hacer bella una ciudad. Y la belleza –Platón nos lo enseñó hace mucho– es lo único que justifica la existencia humana.
En este un poco más de medio siglo, se me fueron extraviando muchas cosas y algunas gentes. Cuando llegué eran años de épica y grandes esperanzas. Hubo, un decenio después, los años del rock and roll y de la noche insomne. Y fue preciso otro decenio más para ir perdiendo de vista, poco a poco, todo cuanto no fuera mi biblioteca. No sé cuántos de los de hace medio siglo han muerto. No sé cuántos siguen vivos. Sé que nada altera del pasado el presente. Están todos –está todo– en mi memoria: como resinas fósiles o teoremas de geometría. Idénticos.
La eternidad es eso: un fue. Para el cual no hay ni habrá presente. La eternidad es la imposible conjugación de los tiempos verbales. Y ante la onda, exenta al tiempo, de la austera fachada de Sabatini, me viene a la cabeza que entreví el diamante de lo eterno en las palabras que un griego dice haber recibido, hace dos mil seiscientos años, de una diosa, hasta cuya presencia fue arrastrado por yeguas solares: «no fue, no será, es». Y en ese «es», donde se agota todo hablar verdadero, el tiempo muestra haber sido sólo una máscara.
San Francisco es sinécdoque de Madrid. Sinécdoque, llama la RAE a la «designación de una cosa con el nombre de otra…, aplicando a un todo el nombre de una de sus partes». Lugar para quien no tiene orígenes. Ni creencias. Lugar donde el sosiego acoge a todo aquel que no teje raíces entre las que enredar sus pies y sus ensoñaciones. Libertad es no pertenecer nunca a ningún sitio. O, mejor, con las bellas palabras de Luis Cernuda, no ser de nadie, no llamar a nada suyo. Madrid, como esa basílica en la cual busca un escéptico el sosiego, es, al cabo, un artilugio literario. Que me envuelve. Una vez más, un 2 de mayo.