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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Falconetti y Cortadillo

Sánchez usa el Falcon como si fuera una limusina privada en una despedida de soltero, pero quiere que tú te muevas en burro o en patinete

La unidad métrica del sanchismo es el Falcon, que es a sus excesos lo que la glucosa a la sangre. Desde el primer momento se vio por dónde iban a ir los tiros con dos imágenes ya icónicas del presidente por accidente.

La primera fue en el debate de la moción de censura, que presentó con la excusa de la corrupción para evitar que lo echaran del PSOE, tras dos derrotas históricas en seis meses y un año de parálisis en España: apeló a la transparencia, con esa voz aflautada que pone cuando miente, que es siempre, y citó el caso de un ministro alemán dimitido por mentir en su currículum, mientras alguien le ayudaba a él a plagiar su tesis doctoral.

Daba lecciones de ética, en fin, a la vez que se ganaba un doctorado con una tesina copiada y examinada por un tribunal de amiguetes, algo de mayor enjundia que las cremas y el máster de Cifuentes que fue tapado, sin embargo, con trampas abyectas y complicidades nefandas.

La segunda estampa llegó poco después, cuando cogió a Begoña Gómez de la mano y se fue a un concierto en Castellón de The Killers, su grupo favorito con toda la lógica. Aterrizó en la playa en el Falcon, se puso vaqueros de pitillo y camisa arremangada y se paseó chulazo por la zona para que todo el mundo viera que había sheriff nuevo en la ciudad.

Desde aquellos barros, todos sus lodos han sido aéreos, como si desde ahí arriba en los cielos le diera menos vergüenza ver las bostas que dejaba en tierra: el Falcon no ha sido un medio de transporte, sino una ruta de huida cada vez que sus bonitas palabras precedían un desastre, un bochorno, un atraco o todo ello a la vez.

Sánchez no ha querido dar nunca explicaciones del uso del Air Force One, al que se subió con gafas de sol en otra foto difundida por Moncloa que hoy ilustra la primera acepción de la expresión «vergüenza ajena», y ha buscado las peores excusas y desplegado los mejores abusos para esconder cada detalle de su adicción.

Que si las compañías son «secreto de Estado» o, la mejor todas, que si conocer detalles ponía en riesgo su seguridad, en un caso maravilloso de regreso al pasado sobrevenido que le lleva a temer un atentado en un lugar, una fecha y una hora que ya quedaron atrás.

Es razonable que el presidente viaje en un avión oficial, tenga un salario decente, disponga de un número de asesores suficiente y viva, mientras lo es, en un Palacio. Solo el populismo sembrado por él, que llama rico a todo aquel que no se muera de hambre y «señor del puro» al loco que se mete a empresario, alimenta la especie de que sus herramientas de trabajo son un lujo y sus recursos, un privilegio.

El problema de Sánchez no es el qué, pues, sino el cómo y la abismal diferencia entre lo que intenta imponerle a los demás y lo que se permite a sí mismo: no se puede expulsar de las carreteras a los vehículos más humildes y, a la vez, cogerse el Falcon para dar un mitin en Granada con la excusa de visitar una empresa de gamusinos, en el enésimo capítulo de Falconetti y Cortadillo.

Como no se puede exigir transparencia al Rey, subirles los impuestos a los autónomos, imponer el coche eléctrico, aceptar los insectos en la dieta, regular la temperatura del aire acondicionado y entregarle un botijo al sediento y actuar luego tú como una copia barata del Rey Sol.

El Falcon es a Sánchez lo que el caballo Othar a Atila porque, mientras él surca las galaxias en un viaje eterno alucinógeno, impone que tú te muevas en burro o en patinete, si acaso no son lo mismo.