Pompa y sustancia
Abrir mucho la boca ante la coronación inglesa pero luego negarse a anudarse una corbata para dignificar la primera comunión de un sobrino es muy raro
No he seguido los eventos de la coronación de Carlos III de Inglaterra. Tuve otras ceremonias locales a las que asistir y, por otra parte, desde los tiempos de la pandemia he cogido una tirria bastante ontológica a las celebraciones televisadas. Sin la presencia del cuerpo, el rito pierde prácticamente todo su espíritu. Ignacio Jáuregui, que ha recorrido medio mundo para escribir su ensayo Rituales, estará de acuerdo. Desde el cuarto de estar de uno, medio en chándal (si me permiten la exageración retórica), levantándose a ver qué hay en la nevera o consultando Twitter, no hay forma humana de meterse. Incluso la mala conciencia me susurra en que me estoy colando, cual Bolaños, en una fiesta a la que no me han invitado. Prefiero, como un campesino medieval, que me lo cuenten luego, y ver si acaso algunas imágenes salteadas y escogidas.
La lección importante de la coronación de Carlos III ya nos la sabíamos, además. Es exactamente la misma que la de los funerales de Isabel II de Inglaterra. La importancia del rito, de la ceremonia, del boato. Ya lo escribí entonces recitando el monumental poema de Julio Martínez Mesanza: «Quien no comprende la razón del rito,/ quien no comprende majestad y gesto/ nunca reconocerá la humana altura,/su vano dios será la contingencia./ Quien las formas degrada y luego entrega/ simulacros neutrales a las gentes,/ para ganarse fama de hombre libre,/ no tiene Dios ni patria ni costumbre».
Yo tengo el prurito de no repetirme más que en lo inconsciente. Asumo que la pedagogía requiere repasos para que los contenidos se afiancen; pero no con mis lectores. Ustedes ya saben que es una pena estarse admirando a los ingleses y luego haciendo el chabacano en casa. Logan Pearsall Smith nos advirtió del peligro de desprendernos de golpe de todas las formas exquisitas en la vida corriente: «No es siempre fácil tratar a la gente como monos y no mandrilizarse un poco en el proceso».
Así que triangulemos. Tenemos tres ideas claras. Una, la fascinación del rito (ya tratada cuando le deseábamos a Isabel II su descanso en paz). Dos, la alergia por las retransmisiones televisivas. Tres, la vocación de aplicarnos los grandes planteamientos teóricos a nuestra vida, sin esquizofrenias mediáticas. La suma debería multiplicar el compromiso personal y concreto.
Abrir mucho la boca ante la coronación inglesa pero luego negarse a anudarse una corbata para dignificar la primera comunión de un sobrino es muy raro. Qué lástima ir suspirando «Oh, los ingleses, oh, oh, los ingleses» y luego quedarse en casa el día del Corpus Christi en vez de ir al pueblo de punta en blanco y echarse sobre los hombros tu parte alícuota de la dignidad de esa jornada. Ese boato desde dentro y desde abajo puede sostenerse incluso en un campo comunista de concentración, como supo verlo el gran escritor rumano Nicolae Steinhardt. En sus compañeros de celda latía «una atmósfera de grandeza, de medievalismo hierático; ondean invisibles capas de púrpura, refulgen espadas de Damasco. Cada gesto revela un quijotismo contenido».
El cuidado de las formas es esencial para sostener las instituciones, las tradiciones y la convivencia. Incluso la vida de familia. Ojalá toda la energía admirativa que ha provocado el evento anglosajón se canalice en un vivo interés por lo nuestro. Desde la casa a la comunidad, ¿cuidamos nuestros ritos y costumbres con cariño y autoexigencia? No vayamos a embobarnos con la corte inglesa y hayamos abandonado nuestras ceremonias y costumbres nacionales y locales; y tengamos, incluso, nuestro cuarto de estar hecho una cuadra. La casa de cualquier familia es su castillo.