Sálvame, rojos y maricones
De alimentar los bajos instintos humanos pasó a agitar las conciencias políticas y a hacer de la propaganda de la izquierda su razón de ser
Hace 14 años un programa rompedor y divertido se adueñaba de las tardes de Telecinco; su presentador, el talentoso Jorge Javier Vázquez, dijo en su estreno que allí concurrían algo así como los desechos de tienta de la televisión española. Los hogares que sufrían la crisis financiera más grave desde el siglo pasado se acomodaron ante la caja tonta para aliviar sus penas constatando que un grupo de monigotes televisivos, por muy famosos que fueran, también sufrían penurias que les obligaban a vender los cuernos de sus parejas, las traiciones de sus hijos, a insultarse por un puñado de euros o a vender a su madre si fuera necesario.
«Telerrealidad» lo llamaron sus creadores, dos productores de izquierdas, integrantes del lobby homosexual. Uno de ellos, Adrián Madrid, es hijo del que fuera presidente socialista de Castilla y León, Demetrio Madrid, que dejó su cargo injustamente por una denuncia de corrupción que fue archivada por la justicia; y «telerrealidad» lo llamó Jorge Javier porque por primera vez las cámaras mostraban los entresijos televisivos, y sus micrófonos hasta captaban las micciones en los baños del plató de Fuencarral. Pero no todos eran tan academicistas: la mayor parte de los analistas tildaron el formato de telebasura, el detritus destilado de los antaño elegantes espacios de sociedad; y la izquierda fue especialmente cruel en sus juicios contra la troupe de Jorgeja. Los progres mediáticos abominaban de este modelo agresivo y faltón hasta el punto de que Francino y Angels Barceló, estrellas de la Ser, se negaron a entregar en 2009 a Vázquez el Ondas que, en un alarde de cinismo, le concedió su propia empresa, Prisa.
El programa obtuvo picos de audiencia estratosféricos, especialmente cuando sus propios colaboradores se convirtieron en protagonistas del programa llenando de tramas costumbristas sus horas televisivas, hasta que su presentador decidió adoctrinar políticamente a la audiencia para apuntalar a Pedro Sánchez, que un día de 2014 llamó al programa en directo para hablar con su presentador, que había amenazado con no votar a Ferraz porque el alcalde socialista de Tordesillas defendía el toro de la Vega. Fue el comienzo, lento pero definitivo, del declive del formato, que de tener 18-20 puntos de share pasó a perder peso, influencia y seguidores. El magazine había dado un salto cualitativo muy peligroso: de alimentar los bajos instintos humanos, sus pasiones más primarias, pasó a agitar las conciencias políticas, a hacer de la propaganda de la izquierda su razón de ser.
Jorge Javier usaba frecuentemente los debates para insultar a Isabel Díaz Ayuso, a Casado, a Núñez Feijóo, considerar ultra todo lo que no estaba a la izquierda del PSOE, repartir lisonjas a Íñigo Errejón, al que invitó a su casa a almorzar, pedir el voto para el candidato socialista madrileño, Ángel Gabilondo, al que respaldó en un acto electoral para ahora sustituirle por Mónica García, hasta que pronunció aquella declaración de intenciones, la más sectaria oída en un programa que pretendía convocar a la mayor parte de televidentes, al margen de su ideología, y terminó echándolos a patadas: «Sálvame es un programa de rojos y maricones».
La indignación fue directamente proporcional al cada vez más marcado activismo político de sus responsables hasta culminar en un sainete pseudofeminista que tuvo a Rocío Carrasco como adalid de la lucha contra el machismo, todo ello santificado con el concurso en todos sus programas de Irene Montero, Ione Belarra y Adriana Lastra. Carlota Corredera y Jorge Javier, autollamado el pequeño dictador, establecieron una suerte de juicio paralelo populista y demagogo en el que ellos y un grupo de colaboradores instruían el sumario, acusaban como fiscales y dictaban sentencias con la connivencia de un Ministerio que nos cuesta 547 millones de euros.
El giro de dirección de la empresa del conocido feminista Berlusconi, cuyo cambio de sede fiscal no ha sido objeto de la misma ira sanchista que Ferrovial, trajo en los últimos meses un nuevo código deontológico -ya era tarde- que prohibía a su programa estrella seguir basculando su escaleta sobre personajes como Isabel Pantoja u Ortega Cano, objetos de horas y horas de programación difamatoria, y hoy denunciantes en la llamada «Operación Deluxe», que tiene imputados a toda la cúpula de la productora y del programa.
En un alarde de hipocresía moral, ahora resulta que los únicos que lamentan la desaparición de Sálvame son los integrantes de la izquierda caviar, que se tapaban la nariz hace años ante lo que identificaban como escoria televisiva: por las redes sociales vierten lágrimas de cocodrilo Gabriel Rufián, Pablo Iglesias (que quiere incorporar a su tv al propio Vázquez) y las chicas de la tarta. Ahora resulta que lo que era un producto repugnante es hoy un programa de entretenimiento inmenso, según Rufián.
No, Sálvame no era España, ni todos somos rojos y maricones, ni todos feministas de Montero, ni sanchistas de corazón, ni antitaurinos, ni tragamos soflamas ideológicas camufladas de análisis sesudos sobre la herencia envenenada de Isabel Pantoja. España era (y es) mucho más que todo eso.