Monarquía liberal versus sindicalismo comunista
No hay comparación entre la manera en la que los británicos se unen en pos de su historia, y la otra alternativa de los franceses, y hasta de algunos españoles
Hace varios años, en la década de los ochenta, siendo muy joven, conocí en París, en una misma noche, a dos escritores muy admirados por mí: Alberto Moravia, lo he contado antes en mi libro La Intensa Vida, y al filósofo del posmodernismo Jean-François Lyotard; el encuentro ocurrió durante una cena en la casa de un periodista italiano de L'Express que vivía a pocos pasos de donde había residido Antoine de Saint-Exupéry, a pocos metros de Champs-de-Mars, y de la Torre Eiffel, monumento que podíamos divisar desde uno de los ventanales. Era la época en que yo apenas hablaba, y cuando lo hacía balbuceaba entrecortada, me dedicaba más bien a oír a los sabios y a aprender de ellos. Desde entonces amé París y Francia.
Tras el divertido incidente con Alberto Moravia que describo en mi libro, me dirigí a la mesa a intentar comer algo, pero había tanta gente pegada a los canapés que mi timidez también me lo impidió, y me alejé. Lyotard advirtió mi incomodidad, acudió a mí; me hallaba medio escondida en el balconcillo que daba a la torre. Se interesó en conocer quién yo era, nos presentamos mutuamente dado que nadie había tenido la delicadeza de hacerlo, y él se rio mucho cuando le dije que era habanera, evitando lo siguiente…
Asentí con la cabeza.
–¿Revolucionaria? –esto lo preguntó con sarcasmo.
Nos echamos a reír, aunque yo enseguida miré hacia todos lados no fuera a ser que nos hubieran visto y oído.
–No parece usted demasiado revolucionaria, su rostro me dice que no lo es. Las revoluciones sólo engendran gente fea y amargada, mire a los franceses, míreme a mí… Creo comprender que no es su caso.
Nos volvimos a reír, y me gustó que bromeara tan cruelmente sobre sí mismo y sobre los franceses.
Viendo la Coronación del Rey Charles III, he recordado al filósofo francés al que luego leí, cité en mis libros, y con el que reanudé la conversación a mediados de los años noventa. Fue justo en el momento en el que distinguí a través de la pantalla del televisor a todo un pueblo alegre, correr a festejar la salida de su Rey y de su Reina al balcón desde donde breves minutos después saludarían a la entusiasmada multitud. No pude impedir rebuscar en mi mente otra imagen actual, la de los franceses manifestando en las calles, tirándole una granada a un policía, que por nada pierde la vida, quemando y destrozando negocios, aupado en su furia por el vigoroso sindicalismo y arengado su odio desde una tribuna por el jubilado comunista Jean-Luc Mélénchon, que cobra mensualmente 9 mil euros, y como buen comunista no deja de prometer mentiras y más mentiras…
Ojo, no estoy obviando los derechos por los que el pueblo francés se bate a diario, con algunos estoy de acuerdo, de ahí que viva aquí, con otros no. Este es un pueblo muy consentido, malcriado, y nadie podrá obviar que la Revolución Francesa está por mucho en el asunto. ¿Qué habría comentado Lyotard frente a la reflexión que les hago hoy? Es probable que hubiera lanzado una ironía sobre lo poco axial en el tiempo de mi parcialidad, aunque me hubiera dado la razón. Como me la habría dado también Álvaro Mutis, reconocido monárquico.
No hay comparación entre la manera en la que los británicos se unen en pos de su historia, y la otra alternativa de los franceses, y hasta de algunos españoles que, en lugar de amar y cobijarse en su pasado antes del error, la repudian, y no se dan cuenta de la suerte que tenemos con nuestros Reyes. A los ingleses los mueve el orgullo de ser quienes son, y fueron. A numerosos franceses los mueve la amargura, el complejo de revolucionarios perdurables y perdedores. No por gusto «râler» es el verbo que con mayor predilección ejercen, se quejan más que sonríen, y siendo conscientes de ello se empecinan en malograr un país maravilloso.
Por otro lado, uno de los especialistas de la monarquía inglesa, de The Firm, debió aclarar ante una de esas groseras preguntas que sólo una periodista envidiosa, o sea comunista, puede hacer: «¿Cuánto ha costado este derroche de espectáculo?», que la ceremonia no sólo no había costado nada, sino que por el contrario ese solo día de la Coronación le ha dado ganancias al país por más de cinco años, sin contar el resto de los días, concierto, productos derivados, etcétera. Pregunta que recuerda aquella otra que le hizo Fidel Castro al entonces ministro Jack Lang frente a la Gioconda de Leonardo da Vinci en el Museo del Louvre: «¿Qué precio tiene?». La cara de Lang era un poema cuando respondió: «Incalculable».
El anciano también recordó que la fortuna del Rey Charles III se debe no exclusivamente al patrimonio materno, sino además a que el monarca ha tenido siempre muy buena cabeza para los negocios, que la leche con su marca, tan conocida por «la leche de Charles», es la más consumida en Reino Unido, y que siendo un Rey ecológico desde antes de que muchos lo fueran ha sabido conducir negocios con el tema. Nadie ignora que la ecología es un gran negocio que da ganancias por un tubo y siete llaves… Mientras que, en Francia, «en fin, el mar…» que diría Guillén, el malo. Pues, nada, lo dicho en el título, monarquía liberal versus sindicalismo comunista, desarrollo y entusiasmo versus estancamiento y majomía.