Pedrito en la White House
Sánchez activa un sentimiento de rechazo inevitable incluso en los momentos en que debiéramos sentir complicidad con él
Ha ido Sánchez a hacerse selfies en la Casa Blanca, aunque se crea Churchill visitando a Roosevelt para responder al ataque a Pearl Harbor, donde ya rivaliza con el fantasma de Lincoln, al que se ve vagar de noche por alguna de las 132 habitaciones y 30 baños del lugar más poderoso del mundo.
Es probable que el bueno de Abraham se haya mosqueado al ver a otro más espectro que él, con mejor pavoneo y un inglés parecido, y no es difícil imaginar una charla entre ambos si coincidieron cambiándole el agua a las aceitunas en el Ala Oeste.
—Hombre, Little Peter, ¿qué haces aquí?
—Pues change de water to the olives, in this moment, mientras me llama Otegi, que con la time difference con Elgóibar me tiene whitout sleeping.
—¿Pero a qué has venido, si con un ghost nos llega?
—Don’t worry, saludo a Joe, le compro lo que me diga y see you soon, Lucas.
—Abraham, por el amor de God.
La visita a Washington de un presidente español siempre debiera ser motivo de satisfacción y alborozo, como su humillación en el extranjero ha de serlo de repudio y solidaridad con él: todos nos sentimos un poco Zapatero, por erisipela que suscite el personaje, cuando Chávez lo despreció en aquella célebre conferencia en la que, todos también, aplaudimos al Rey Juan Carlos cuando mandó callar al engorilado caciquillo, tan añorado por Yolanda Díaz, Pablo Iglesias y otras chicas del montón.
Pero con Sánchez ocurre algo sin precedentes: todo suena tan forzado, tan artificial, tan inane, tan egoísta y tan contraproducente que, hasta en los lances en que debiéramos ponernos a su lado, se activa una especie de alerta ante el peligro, combinada con un acceso de inevitable vergüenza ajena que arruina el sincero deseo de complicidad.
Por muchas veces que reciba o visite a Joe Biden, siempre quedará la sensación de aquel ridículo paseíllo en una cumbre de la OTAN, vendido por los corifeos sanchistas como una gran cumbre internacional en la que ambos líderes mundiales, en apenas 15 segundos, pudieron hablar del cambio climático, de la guerra de Ucrania, de la crisis energética y, tal vez, de la cría de pingüinos de Humboldt en cautividad.
Ahora Biden, que es otro frívolo igual de incompetente pero en inglés nativo, no debe pensar nada muy distinto del único presidente de Europa que gobierna con comunistas y se alía con separatistas y filoterroristas, pero le mira con algo más de displicencia y le enseña el Despacho Oval a cambio de que haga con él lo mismo que hace con Junqueras y Otegi: tragar y conformarse con migajas y fotitos.
Porque a falta de concretarse si prospera la exportación de aceitunas negras o esa memez de sacar la tierra contaminada de Palomares, que no le ha molestado a nadie durante casi 60 años y para nuestro Peter es ahora una inaplazable prioridad, lo único seguro es que los posados del amigo de Bildu nos han costado ocho helicópteros, dos destructores y un número indeterminado de inmigrantes a los que Biden detesta tanto como Trump, pero chillando menos.
Por mucho que Sánchez se crea un pavo real y ande en berrea electoral, entre la excursión a la White House y la presidencia semestral del chiringuito europeo, todos ven en él a un pato cojo incapaz, como diría el bueno de Lincoln, de engañar a todo el mundo todo el tiempo. Ya sólo se engaña a sí mismo.