El sueldo de Pedro Sánchez
Tenemos un presidente que asfixia a todo el mundo pero se niega a decir algo tan ordinario como su sueldo real mensual
Pedro Sánchez no quiere que se sepa cuánto gana, lo que resulta sorprendente en cualquier cargo público, inaceptable en un presidente y escandaloso en un dirigente que le exige transparencia al Rey y llegó al poder a lomos de la regeneración, que fue la excusa para justificar el asalto al poder negado hasta entonces por las urnas.
Con esos antecedentes, si alguien no tiene derecho a apelar a la privacidad para esconderle a la ciudadanía la cuantía de sus ingresos es él, que puede estar cobrando el salario asignado al presidente y, además, un sobresueldo como diputado por Madrid, técnicamente denominado «indemnización» y de cuantía oscilante en función de la circunscripción electoral de origen.
La cifra total no es descabellada para alguien de su rango, aunque es bien distinta de la que sus corifeos airean para esparcir la idea de que la alta política no está bien pagada: si a la retribución pública se le añaden los complementos, las viviendas gratuitas, los suministros gratis, el chófer, el combustible y los gastos de representación de toda laya; se entiende mejor cómo buena parte de los ministros empiezan sus carreras con una mano delante y otras detrás y la culminan con unas rentas y un patrimonio propios, según su propia terminología, de millonarios.
Pero lo cualitativo es más relevante que lo cuantitativo, como todo en Sánchez, que va dando lecciones a todo el mundo que luego él jamás se aplica: estuvo a punto de aprobar una nueva Ley de la Corona para estigmatizar a Felipe VI por los excesos de su padre; ha elevado como nadie la presión impositiva sobre los salarios del resto; utiliza la Agencia Tributaria como policía fiscal; moviliza a inspectores de todo tipo para asfixiar a empresas y autónomos mientras él le hurta a Bruselas una explicación decente sobre el derroche de los Fondos Europeos y, por no extendernos, colecciona resoluciones en contra, por su opacidad y abusos, del Consejo de Transparencia, la Audiencia Nacional o el Tribunal Constitucional.
Mientras Sánchez, en fin, ha utilizado sus nefandas alianzas, su falta de escrúpulos y la crisis económica o sanitaria como un trampolín para incrementar el poder de un Estado sin contrapoderes y debilitar las libertades individuales y colectivas como nadie desde 1978; se ha imbuido como nadie también de un cesarismo opaco, caprichoso, arbitrario y autocrático más propio de un cacique sudamericano que de un presidente occidental.
Sánchez se resume en su vacile a Bruselas con dinero público, sus apaños inexplicados con Marruecos, la manipulación obscena de las instituciones y organismos del Estado, la colonización de hasta el último reducto del poder, la entrega humillante a Otegi y Junqueras y el manejo caprichoso de los recursos de la nación para simular una bonanza inexistente al precio de hipotecar España para lustros.
Que ni siquiera podamos saber cuánto cobra la calamidad que insulta a la inteligencia a diario, ahora subvencionando el cine a los mayores a menos de dos semanas de unas elecciones, retrata definitivamente al personaje que echó a Rajoy con mentiras y zancadillas para que su partido no lo echara a él.
Y lanza una pregunta a sus opositores: ¿Cuándo se van a dar cuenta de que tienen un enemigo distinto, imprevisible y sin líneas rojas y van a entender que sus respuestas no pueden ser las convencionales? Si a Sánchez no se le retrata a diario, sin tregua, sin piedad, sin perdón; siempre encontrará la manera de echarle perfume barato a su insoportable sentina.