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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Patria que pudo ser

Es la patria primordial de Job y, con él, de todos los desterrados: la patria del desasosiego, que un capellán de las Descalzas dispara, flecha hacia el infinito, al iniciar su Réquiem

Taedet animam meam…, «hastiada está mi alma…»: apenas se precisa un gesto sencillo y el motete de Tomás Luis de Victoria estará sonando. En el monstruoso invento llamado teléfono móvil, que marca la extinción del mamífero inteligente que fue el humano. Pero que, al menos, puede servir para eso. Aunque tan pocas veces sirva. Al alcance del más desposeído y a coste cero, los cuatro minutos y once segundos de sonido más bellos, tal vez, en la historia de los hombres: sólo el Bach del Erbarme dich se me antoja a la misma altura.

«Vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos»: apenas se precisa el gesto sencillo de abrir un baratísimo libro de bolsillo. La maravilla de los dos endecasílabos en los que don Francisco de Quevedo evoca la paz de esos espacios en los que resuenan sólo libros: «Pocos, pero doctos», dice, basta con eso. O la grave serenidad del Luis de Góngora que sabe cómo a nada exime de su erosión el cruel paso del tiempo, en su correr de «las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años». Y que sólo en saberlo y aceptarlo está el sosiego que nos salva, al menos, de «seguir sombras y abrazar engaño».

Ésa es mi patria. La única. La de esos cuatro minutos y once segundos de sonido que anota, en 1603, un capellán del convento de las Descalzas Reales, para ser entonados en las exequias de una emperatriz. La patria del esplendor numérico que habita en esos endecasílabos que forjaron dos mortales enemigos en la España del primer tercio del siglo XVII. O bien la del arrullo del Magnum Mysterium con el que, en la primera mitad del siglo XVI, da cobijo Cristóbal de Morales al cristal de la noche navideña. O, en el XV, la voz rotunda de Jorge Manrique, advirtiendo –ayer, hoy, siempre– que «si vemos lo presente, / cómo en un punto s'es ido / e acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo non venido por pasado»… Todos ellos son mi patria. La que pudo ser. La que es, sea como sea, en mí. No conozco otra. Ni tengo interés alguno en conocerla.

En la paz del que lee lo esencial sólo y sólo lo esencial escucha, del que, fuera del tiempo, se sabe hermano del Officium defunctorum, del Magnificat, del Salmo XVII («Miré los muros…»), de las Soledades («Pasos de un peregrino son errantes…»), las turbias añagazas de un presente hecho de ruido, vulgaridad e ignorancia cuentan poco. Nada. No hay más patria que la belleza que sin cura nos hiere. Fuera de todo tiempo. Y esa patria es mucha. Infinitamente más de lo que hayamos merecido, de esto que ahora somos: amasijo de grandilocuencia y sinsentido. Es la patria primordial de Job y, con él, de todos los desterrados: la patria del desasosiego, que un capellán de las Descalzas dispara, flecha hacia el infinito, al iniciar su Réquiem: Taedet animam meam vitae meae; dimittam adversum me eloquium meum, loquar in amaritudine animae meae. «Hastiada está mi alma de esta vida mía; daré, aun en contra mía, rienda suelta a mis palabras; diré el amargor de mi alma». Y, en ese decir, diremos todos su belleza. Toda.