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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Motivos para votar. O no

No vote a alguien. Vote contra alguien. Se sentirá menos idiota. Puede que hasta satisfecho

«Representación» es término cargado de polisemia, de ambigüedad. En este caso, también de paradoja. De las nueve acepciones que contempla la última edición del Diccionario de la Real Academia, retengamos tres: «2) Imagen o idea que sustituye a la realidad… 3) Conjunto de personas que representan a una entidad, colectividad o corporación… 6) Obra dramática que en la Edad Media trataba de temas varios, principalmente religiosos».

En todos los casos, el dispositivo de la representación se atiene a lo que fija la acepción más genérica, la cuarta: «Cosa que representa a otra». Y ahí empiezan los problemas. Insolubles. ¿Cómo se «re-presenta»? Desde Platón, sabemos que no hay dos «cosas» –o, lo que es lo mismo, dos «individuos»– iguales: «Lo igual se dice de lo distinto» es la base universal del pensar. Re-presentación es, pues, interpretación: sustitución escénica, sobre todo. Igualdad se dice, en rigor, sólo de las abstracciones matemáticas –geométricas, para los griegos–. Fuera de esa disciplina, toda igualdad es analógica: suplencia teatral, en el límite.

Y ahí empieza el problema. Para «representar» rigurosamente algo –o a alguien–, se exige ser igual a ello –o a él–: un imposible. Y, en la política española, algo más grave: un insulto. ¿Qué ciudadano decente no se sabrá ofendido por la atribución de igualdad con alguien tan turbio como el que dice ser su representante político? La representación política es un tropo.

Y quede claro que me parece fuera de discusión que es ésta la forma menos asesina de ejercer las atroces funciones de un Estado: esa máquina por definición homicida. La aceptamos –y le damos el benévolo calificativo de «democrática»– porque las otras formas políticas que conocemos son infinitamente peores. Y porque no hay manera de blindarse sin fisuras frente al peso de Estado y política. Elegimos lo que menos nos destruya. Aunque, en política, todo destruye.

Y aquí estamos, de nuevo, ante el trance escénico de votar a nuestros «representantes» (¿en cuál de las nueve acepciones RAE?). ¿Con qué criterio?, me pregunto. Con el del mal menor, me respondo. Aquel que perjudique menos a mis intereses de precario ciudadano, al cual las reglas del juego acogotan por todas partes.

Un ejemplo sólo. Referido al Madrid en donde habito. Pero no muy distinto en otros horizontes.

Pongamos que usted tiene cierta edad. Es mi caso. Y que se le antoja el capricho –insensato, por supuesto– de creerse mortal. Pongamos que tenga usted descendencia. ¿A quién prefiere dejar sus cuatro chucherías en herencia, si es que tan tonto capricho se cumpliera? ¿A sus vástagos en totalidad o, en sustancioso pellizco, a la Hacienda pública? Es, de todos los argumentos, el único serio. Que nadie se engañe: lo demás son bromas retóricas de mejor o peor gusto.

Si le entusiasma a usted que el fisco se funda en sueldos y gabelas de políticos corruptos el fruto de la malhadada vida de currante que usted ha llevado, vote a los chicos –perdón, a les chiques– de Irene Montero y de su Supremo Señor de Galapagar. O bien a los de esa «médica y madre», que vive «por debajo de sus posibilidades» en un ático frente al Retiro y afronta los debates electorales con su caja de lorazepam Normon a cuestas: nada más lógico. Es lo que hay. A mí, la verdad, no me hace ni pajolera gracia.

No vote a alguien. Vote contra alguien. Se sentirá menos idiota. Puede que hasta satisfecho. Es lo que a mí me pasa. Pero, vaya usted a saber lo que le pasa a cada uno.