La prueba del algodón de Martin Amis
Probablemente ningún escritor de los que hoy triunfan en España será leído en 50 años porque no aspiran a reflejar su tiempo a fondo y sin orejeras ideológicas
Apena que se haya muerto el novelista inglés Martin Amis, porque ya no podremos recibir nuevas entregas de un estilista vitriólico, que siempre aportaba alguna pepita de oro. Sale por la puerta grande a los 73 años, tumbado por un cáncer de esófago en su paraíso de Florida. Una muerte temprana para nuestros tiempos longevos, que se trabajó a pulso fumando como una chimenea (y soplando como una esponja). En los años ochenta y primeros noventa era el enfant terrible de las letras británicas, con estatus de estrella del rock de la escritura. Hijo del eminente escritor sir Kingsley Amis, se midió toda su vida con la sombra paterna. Además, a él le debe su fractura interior: el divorcio de sus padres, que lo atropelló en los días delicados de la adolescencia. Su madre se llevó a Martin y sus dos hermanos de vacaciones a Mallorca, en la esperanza de que Kingsley pronto volvería al redil. Él se quedó con su amante. Jamás regresó.
Hubo un tiempo a finales de los ochenta en que Martin Amis parecía encarnar el signo de los tiempos, con novelas irreverentes y de prosa renovadora, como «Dinero» y «Campos de Londres». Ganó un porrón de pasta con sus libros -llegó a recibir un adelanto de medio millón de libras por una novela- y se convirtió hasta en diana de los tabloides, que se ocupaban de sus amores e incluso del dineral que se dejó en restaurar una piñata en ruinas. Amis, de 1,67 de talla, poseía un enorme magnetismo con las mujeres, encantadas con un ingenio expresado con una evocadora voz de barítono. Gastaba conversación aguda, don para la frase redonda y una cultura made in Oxford.
Con el cambio de siglo, la crítica se fue renegando de él. Imagino que algo tuvo que ver su decantación política. De joven había denunciado la codicia de la era de Thatcher con su novela «Dinero» y todo fueron aplausos. Pero de mayor, como le sucede a tantas personas cabales, fue virando hacia posiciones más conservadoras: «Estoy en desacuerdo con el socialismo. No funciona, porque va contra la naturaleza humana». Además, se permitió críticas muy duras contra el mundo musulmán al hilo de las salvajadas yihadistas y se rebeló contra la corrección política. Demasiado para el progresismo-regresista. De propina, ponía a parir la literatura oscura, el rollito Joyce-Faulkner, que muchas veces no es más que la envoltura cultureta de la vacuidad: «Como escritor estoy comprometido con el principio del placer. Lees para pasar un buen rato. No tengo paciencia para lo experimental y lo oscuro».
Con aplauso o sin él, Amis continuó escribiendo magníficos libros en este siglo, como las dos novelas que dedicó a la pesadilla estalinista o su revisión narrativa del nazismo. Cuando le preguntaban por qué seguir escribiendo sobre los campos de concentración de Hitler, hacía suya la respuesta del gran escritor alemán WG Sebald: «Ninguna persona seria puede pensar en otra cosa». Lo cual en buena medida es cierto, pues ha sido la sima moral de la humanidad hasta la fecha, junto con las atrocidades del comunismo.
A pesar de que fue uno de los raros escritores que pudo comprarse tres dachas con lo ingresado con sus textos, Martin Amis sabía que todo es una pompa de jabón a la espera de que el tiempo dicte su inmisericorde sentencia: «Según te haces viejo, ves que todas estas cosas, los premios, las críticas, los adelantos… todo es negocio. Lo que realmente importa empieza el día en que se publica tu obituario. La verdad se revelará 50 años más tarde según tus libros se sigan leyendo o no».
Hoy en España contamos con unos excelentes autores de bestsellers, de gran tirón comercial, y también con una buena clase media de literatura «seria». Pero cunde la sensación de que en el tiempo presente no existe ningún literato español capaz de superar la prueba del algodón de los 50 años futuros, porque impera lo banal y se escribe mucho de segunda mano, sobre mundos no vividos. Falta la aspiración artística de tomarle el pulso al tiempo presente y de hacerlo, además, sin orejeras ideológicas. Y así resulta difícil que la literatura cumpla su función última, que es convertirse en «una forma de conocimiento sapiencial», como rezongaba el orondo erudito y muy valiente crítico Harold Bloom.
O dicho de otro modo: cada vez que llego a Atocha y veo que la han bautizado como Estación Almudena Grandes no puedo evitar que se me escape una sonrisilla a lo Martin Amis. Léase sardónica.