Y ahora, ¡a autoflagelarnos como racistas!
En efecto, insultar así a Vinicius es deplorable, pero no somos un país racista (o desde luego lo somos mucho menos que Inglaterra, Francia, Estados Unidos…)
Por ubicarnos un poco a modo de preámbulo: «No consientan ni den lugar a que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes. Manden que sean bien tratados y si algún agravio han recibido pónganle remedio». Si en lugar de escribir «indios» pusiésemos «hombres y mujeres de etnia india», esta cita podría pasar por una declaración de cualquier líder «progresista». Pues bien: es un párrafo del testamento de Isabel la Católica, de 1504.
Como sucede con todos los países, y más con los que han sido muy importantes, en el pretérito de España existen algunos pasajes respecto al trato racial que hoy nos ponen colorados. Pero dicho esto, podemos comparar cómo se comportaron con los indios los colonizadores anglosajones y los españoles; cómo les fue a los indígenas en los territorios de dominio hispano y cómo acabaron en Estados Unidos (casi exterminados y en reservas). España es el país inventor de los proto derechos humanos, en el siglo XVI con la Escuela de Salamanca, una nación que aprobó tempranas leyes en defensa de las personas de otras razas. Los españoles formaron familias con sus conquistados, se fundieron en ese crisol que hoy es Hispanoamérica.
Por continuar ubicándonos: desde finales del siglo XX hasta hoy, España, antaño un país de emigrantes, ha recibido un aluvión de inmigrantes extranjeros y los ha integrado con mucho más éxito que otras naciones (véase la vecina Francia, o la herida racial que todavía hoy parte el alma de EE. UU.). Hoy el 11,7 % de la población española la forman extranjeros (y eso ateniéndonos solo a los reconocidos), empezando por una comunidad de marroquíes que puede rondar el millón. Hay problemas, claro. No todo es perfecto. Pero para nada se ha vivido lo que ocurre, por ejemplo, en barrios duros de la parte de Inglaterra hoy postrada y olvidada.
Para acabar de ubicarnos: el racismo es algo execrable y además para los católicos supone un pecado. La Iglesia no puede ser más clara al respecto: «Todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino». O dicho en corto por San Juan Pablo II: «Cualquier forma de discriminación por causa de la raza es absolutamente inaceptable».
Sigamos con más evidencias: cualquiera que frecuente un campo de fútbol sabe que el público no es exactamente el de los circunspectos melómanos que acuden a la ópera de Bayreuth. Entre las miles de personas que acuden a los estadios, la mayoría correcta, no faltan reductos de borregos que se dedican a echar bilis por la boca tras haber precalentado por las tascas del entorno antes de entrar (y con el árbitro como primera diana y sin apear el «h.d.p.» de la boca). Si se graba todo lo que se escucha en una grada no resulta un material reproducible en los colegios. Por desgracia, en los estadios hay poco filtro y mucha gente que cree que la entrada es una licencia para desbarrar. En ese contexto hay que ubicar los insultos a Vinicius, que sin duda son reprobables y merecen una dura condena. Como pitar el himno de España en los campos, o ciscarse en la parentela del árbitro.
Dicho todo lo anterior, es de pena que seamos un país tan sumamente masoquista que tras este –condenable– incidente nos aprestemos raudos a presentarnos ante el mundo como racistas, porque no lo somos. Es cargante que un personaje tan vidrioso como Rubiales se ponga a señalarnos como tales. Es también de destacar la doble moral de la izquierda y la Fiscalía General de Sánchez (antaño del Estado). Casi a la misma hora de los repelentes insultos a Vinicius, resulta que en Vitoria unos radicales de la órbita que ustedes imaginan se dedicaban a agredir con violencia a simpatizantes de Vox por hacer campaña en la calle. ¿No existe ahí delito de odio? ¿Dónde están la Fiscalía de Sánchez y los lamentos de la izquierda cuando en España no se pueden defender libremente unas ideas en plena campaña electoral? ¿Cómo es que insultar a Vinicius es gravísimo –que lo es–, pero sin embargo insultar a Felipe VI, el jefe del Estado, o a la Iglesia y sus símbolos, o al ciudadano Tomás Ayuso con una lona gigante, es una anécdota, un chascarrillo?
España no es un país perfecto. Pero desde luego no necesita lecciones morales de Lula da Silva –condenado en su día por corrupción probada–, Rubiales e Irene Montero.
Estamos contra los insultos a Vinicius. Pero también con el sentido común y la verdad.