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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Peguemos a Vox y al hermano de Ayuso

¿Cómo no van a estar cómodos en el Gobierno con Bildu si ya se comportan con los rivales como Jarrai?

Actualizada 01:30

Las imágenes no dejan lugar a la duda: unos majaderos agredieron el domingo al candidato de Vox a la Diputación General de Álava, Jonathan Romero, mientras repartía información electoral de su partido en una carpa. Le quisieron quitar además la bandera de España, lo que deja poco margen a la duda sobre las motivaciones políticas de los agresores y la sentina abertzale en la que se inspiran.

En siete años, el partido de Santiago Abascal ha denunciado 92 ataques violentos, agravados a partir de que Pablo Iglesias activara la «alerta antifascista» tras la derrota de la izquierda en Andalucía y perpetrados, sobre todo, en el País Vasco y Cataluña. Pero también en otros rincones de España, desde Melilla hasta Marinaleda pasando por Madrid.

Hay unos responsables, pero también hay unos instigadores: los que convierten a un partido incómodo, pero perfectamente constitucional, en un peligro para la democracia, fabulando sobre su pasado franquista e inventando un futuro ficticio de regresión democrática que, en realidad, ya ocurre en la España actual por la deriva autocrática de Sánchez y la pinza antisistema que encarnan sus socios.

No son hechos aislados: la violencia política existe en España, y es fruto de la superioridad moral que la izquierda cree tener y convierte en un salvoconducto para imponerla a toda costa. El fin, la prevalencia de sus valores y principios justifica los medios, sea el asalto a todas las instituciones del Estado, lo sea la persecución y aislamiento de sus contrincantes.

Las agresiones a Vox, que también han sufrido el PP o Ciudadanos, con aquel puñetazo salvaje a Rajoy aún en la retina, forman parte del mismo marco que le lleva a Roberto Sotomayor, el descerebrado candidato de Podemos en el Ayuntamiento de Madrid, a injuriar y calumniar en público a Ana Rosa Quintana o a Pablo Motos.

Y el mismo que le lleva, al partido al borde de la desaparición, a señalar en una lona a un ciudadano anónimo por ser el hermano de Ayuso, cargándole de delitos que la justicia española y europea han desechado, tras investigarlos a fondo por la presión política imprimida, tan distinta a la que otros casos más evidentes, como los del Tito Berni o Ximo Puig, han recibido.

De la doble vara de medir que prevalece en España desde hace lustros hay pocas dudas, y el contraste entre la indulgencia con ETA y la persecución al franquismo imaginario, es una prueba incontestable.

Pero el salto que supone mirar para otro lado ante agresiones físicas a plena luz del día, calentadas previamente con discursos políticos incendiarios, no tiene precedentes y recuerda a aquella frase adjudicada a la Pasionaria que precedió al asesinato de Calvo Sotelo a manos del guardaespaldas del líder socialista Indalecio Prieto: «Este hombre ha hablado aquí (en el Congreso) por última vez».

En un país que desata una persecución contra los alumnos de un Colegio Mayor por hacer bromas de mal gusto o desata una tormenta por una falsa agresión a un homosexual, pero no dice nada cuando pegan, acosan, persiguen y señalan a rivales, a periodistas, a empresarios y a todo aquel que, simplemente, disienta democráticamente de su asfixiante yugo ideológico, algo grave pasa. ¿Cómo no se van a sentir cómodos con Bildu si se comportan ya como Jarrai?

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