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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Vinicius y el racismo

Eso de que España es racista es una ridiculez, pero hay que demostrarlo con un despliegue de afecto por un chaval dolido y mal asesorado

Seguramente Vinicius es un tormento para los equipos rivales y sus aficiones, y no solo por jugar como un demonio rebozado en wasabi y envuelto en chipotle: se enfada, grita, desafía, posturea e incluso mira a la grada con aires pendencieros.

Pero nada de eso explica ni justifica que contra él se utilicen técnicas de jiu-jitsu ni, tampoco, que lo insulten por su raza: seguramente lo harían con otra barbaridad si fuera como Haaland, blanco sonrosado de horno a mitad de cocción, pero lo hacen siendo negro y brasileño.

Los insultos en jauría sacan lo peor del individuo, pero además exponen lo que de verdad siente y no se atreve a decir si no está en la manada. Aunque Sigmund Freud decía que el inventor de la civilización fue el primer hombre que, en lugar de tirar una pedrada, lanzó un exabrupto, no hay nada más zafio, hiriente, retrógrado y ofensivo que atacar a alguien por su raza, su género, sus creencias o su aspecto.

Podemos defendernos de casi todo, menos de un ataque ad hominem que no tiene respuesta porque no viene precedido de un argumento al que contraponer otro hasta desmontar, con hechos y no meras insidias, el despliegue de misiles en nuestra contra.

En el caso del futbolista del Real Madrid, no hay peros ni medias tintas ni excusas ni justificaciones: si a un chaval le gritan mono por ser negro, todo lo que no sea abuchear a los autores del acoso equivale a ser cómplice de ellos.

Ninguna chica va provocando por llevar la falda corta e incluso la lengua larga, y ningún negro se merece la sinfonía racista que acompaña a Vinicius por ser tal vez chulo, bravo, despectivo o el mejor.

A partir de ahí, un poquito de por favor. Ha tardado medio minuto Lula da Silva en señalar a España por racista y fascista. Irene Montero ha culpado a Ana Rosa Quintana de alimentar la xenofobia. Y Pedro Sánchez está a un minuto de anunciar 38 millones para luchar contra la lacra.

Y el propio jugador, mal aconsejado, no ha dudado en espolear una campaña internacional contra el país que le acoge, le hace millonario, le adora e incluso, cuando le detesta, también le admira.

Seguramente no todos los salvajes que corean barbaridades en los campos de fútbol sean racistas, como no tienen nada contra las madres de los árbitros ni las mujeres del pichichi del equipo visitante, pero en temas como éste no hay disculpa ni atenuante: cuando el desahogo se profiere en público y en grupo, no hay indulgencia que quepa.

Eso podían haberlo dicho Lula, Montero y el delantero merengue, y la crítica hubiera sido igual de dura, pero mucho más contundente, justa y eficaz. Pero estamos en campaña, Podemos va como el Elche en la Liga, Lula es un personaje en busca de autor y Vinicius es un niño dolido con razón, mal asesorado y necesitado de mimos.

Solo el último de los tres tiene disculpa, y ojalá la acepte con esa sonrisa jovial que tiene cuando, en el próximo partido sea donde sea, la grada le demuestre que España es un país generoso, hasta el punto de hacer a menudo el tonto.