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El observadorFlorentino Portero

No tan diferente

Si en los complejos tiempos de la Transición encontramos en Europa el puerto en el que refugiarnos, en la actualidad no está tan claro que las instituciones continentales estén en condiciones de aportarnos refugio y serenidad

Una singularidad española es considerar que somos singulares, a pesar de que cualquier análisis comparativo con los estados de nuestro entorno pone en evidencia nuestra normalidad, para bien o para mal. Desde esta columna hemos tratado, en más de una ocasión, sobre cómo los efectos no deseados de la globalización han generado una creciente desconfianza en las élites –políticas, corporativas y mediáticas– y una reivindicación de las políticas identitarias.

Muchos ciudadanos han comenzado a considerar que los objetivos de sus dirigentes no están en consonancia con los suyos. Después de años confiando en éste o aquel partido político han sentido la necesidad de aventurarse apoyando a nuevas formaciones que, ante una evidente demanda popular alimentada por la frustración y la desconfianza, surgían a la derecha, a la izquierda y por el centro de la geografía parlamentaria.

En paralelo, la aparición de una cultura global, aparentemente legitimada por entidades internacionales y con modos y maneras imperativas, ha empujado a muchos a reivindicar el carácter local o nacional de su entorno vital. Frente a tanto cosmopolitismo, administrado a menudo por palurdos poco amigos de la libertad individual, resurge el nacionalismo, responsable de tantas desgracias en la historia de Europa.

Si nos molestamos en analizar las recientes elecciones municipales y autonómicas españolas vemos cómo son una expresión más de un proceso de transición, sin duda complejo, que afecta al conjunto del ámbito atlántico. Los sistemas políticos característicos del período anterior (1945-2008), que corresponden a la III Revolución Industrial, están tratando de adaptarse a una nueva situación. Lo anterior ya no vale, pero lo por venir está todavía falto de maduración.

Ensayamos, damos tumbos, algunas formaciones clásicas desaparecen –casos de Francia e Italia– otras sufren un gran desgaste –casos de España y Alemania–, surgen nuevas cuya duración dependerá de su capacidad para entender la demanda y para administrar. Podemos y sus infinitas variantes tuvieron olfato para situarse, pero demostraron una falta de competencia y cordura más propias de un sainete que de un parlamento. Tan mal lo hicieron que apenas si han superado una legislatura en el gobierno. Otras, como Ciudadanos, supieron llegar, pero antes de acceder al gobierno marearon tanto a sus votantes que han protagonizado un derrumbe histórico en nuestra vida parlamentaria. Todo apunta a que se abre un período de hegemonía del centroderecha. En la próxima legislatura Vox tendrá que demostrar que es capaz de gobernar y, a la vista de lo ocurrido con Podemos y Ciudadanos, sus dirigentes deberían valorar hasta qué punto la sociedad española, en particular la más conservadora, exige de sus representantes competencia. La izquierda de Melenchón y el centro de Macron apuntan crisis en la vecina Francia. Por el contrario, la prudencia con la que viene comportándose Le Pen augura su acceso a la presidencia en las próximas elecciones. Encontramos paralelismos por doquier.

La incertidumbre alimenta los comportamientos identitarios. El nacionalismo resurge en el plano nacional y en las periferias, en España y en el conjunto de Occidente. La ingeniería social está convirtiendo los centros escolares en fábricas de ciudadanos injertados de prejuicios nacionalistas. Siempre hay un «otro». Siempre hay «una víctima». Siempre nos encontramos ante un relato pseudo histórico que lo explica todo. Un mundo sencillo apto para idiotas. Los resultados electorales manifiestan no sólo su fortaleza, sino también su deriva radical. Los partidos nacionalistas de derechas, alimentados por la propia Iglesia, han actuado como ejemplares aprendices de brujos creando, a la postre, los leviatanes que acabarán devorándolos.

«Mal de muchos, consuelo de tontos» reza el viejo refrán español. Lamentablemente no somos tan diferentes, nuestros problemas son también los de nuestros vecinos. Si en los complejos tiempos de la Transición encontramos en Europa el puerto en el que refugiarnos, en la actualidad no está tan claro que las instituciones continentales estén en condiciones de aportarnos refugio y serenidad para resolver nuestras cuitas, que no son pocas.