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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez, que se supo rey

Puede ser que, de verdad, piense que es sólo eternidad lo que le aguarda. ¿Locura? ¿Qué sabe de la locura un loco?

En su relato El hombre que llegó a ser rey, Rudyard Kypling desplegó una sombría alegoría del poder: de sus grandezas como de sus miserias. Y también de la muerte, que es su ineludible reverso. La novela –sobre la cual construiría John Huston su magistral película homónima, casi un siglo más tarde– narra la historia excesiva de dos mercenarios, tan aguerridos cuanto carentes de escrúpulos. Prófugos del ejército colonial británico y ahora en la raya misma de la mendicidad, los dos aventureros han concebido un plan que parece lindar con la locura: salirse de una India que «se les ha quedado pequeña», y abrirse paso hacia Kafiristán, en el abrupto norte afgano, tierra salvaje y casi inaccesible, en la que cuentan sobre sus habilidades militares para convertirse en reyes y como tales vivir el resto de sus vidas. Lograrán más: ser tomados por dioses, en quienes los nativos reencarnan la figura del legendario Iskander, aquel Alejandro Magno que prometió retornar un milenio y medio antes.

Pero ser dios no es tan fácil. Exige mantener distancias inviolables hacia los humanos. Daniel Dravot y Peachey Tolliver Carnehan han firmado el contrato mutuo de rechazar bebida y mujeres durante el tiempo que dure su opulenta condición divina. No es fácil atenerse a una ascética completa. Dravot transgrede la regla básica. Y busca la cercanía de una esposa. La elegida, aterrada por la certeza de que la unión con un dios la hará arder en llamas si se consuma, muerde furiosamente al esposo ante toda la tribu reunida para la ceremonia. Y, en vez de surgir de sus venas fuego, corre un fino reguero de sangre. Los fieles se saben entonces engañados: no es un dios. Ahorcan a Dravot y crucifican a Carnehan. Ser dios mundano tiene precio. Se paga siempre ante la tribu.

Un jugador de baloncesto sin ningún relumbre decide un día ser rey. Va subiendo los peldaños que le llevan, desde la poco airosa condición de correveidile de un ministro más bien turbio, hasta el vértice del poder entre los suyos. Ha ido decapitando a quienes pudieran hacerle obstáculo. Ha sido «rey»; «dios» menor, si se quiere. El único problema es que ha acabado por creerse literalmente su destino: el de los inmortales. Y, llegada la hora de salir de escena con el bolso bien repleto de beneficios, Pedro Sánchez se ha juzgado por encima de cualesquiera limitaciones: no es un dios, es el dios. ¿No ha resucitado ya otras veces frente a las dagas fratricidas de sus pánfilos conmilitones? Decide entonces apostar todo: o eternidad o nada. Y él puede ser que, de verdad, piense que es sólo eternidad lo que le aguarda. Y que la nada es el destino, ya inexorable, de una tribu, la del Partido Socialista, que no ha sabido rendirle el culto que a su condición de Supremo era debido. ¿Locura? ¿Qué sabe de la locura un loco?

El final que aguarda a Sánchez al cabo de esta fuga delirante no es, pienso, muy distinto al de los dos osados sinvergüenzas del relato de Kypling. Las elecciones del día 28 de mayo lo han exhibido mortal ante la tribu: la sangre llama a la sangre. Menos él, todos saben que su hora ha llegado: la de la huida o la muerte. Pero Dravot y Peachy sabían morir heroicamente: era algo que iba en su condición, pese a todo, de soldados. Sánchez sabe hacer morir. No lo es lo mismo. Matará al PSOE, antes de desvanecerse «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Va en su naturaleza.