Museos públicos llenos de quincalla
La elección del nuevo director del Reina Sofía es un ejemplo más del bromazo del (viejísimo) arte moderno costeado con los impuestos de todos
Poco antes de morirse, en 1968, el artista francés Marcel Duchamp miraba con ironía a la obra cumbre de su vida, perpetrada cincuenta años atrás, y la valoraba así: «Les tiré un urinario en la cara y ahora lo admiran por su belleza estética».
Y ahí seguimos, haciendo pasar por modernas unas rancias bromas dadaístas, vendidas como maravillas creativas por la jerga ininteligible de los «comisarios» de exposiciones y costeadas por un dinero público que debería dedicarse a menesteres más necesarios.
En 1917, Duchamp y sus amigos gamberros de la vanguardia parisina decidieron parodiar las exposiciones convencionales con su Salón de los Independientes. Marcel tuvo la audacia de enviar allí un urinario, que firmó como R. Mutt. Había nacido lo que luego se llamaría el «ready made». Cualquier cosa podía ser una obra de arte si se exponía en el contexto adecuado.
El problema es que aquella provocación, que tuvo su gracia retadora la primera vez que se hizo, sigue regurgitándose más de cien años después a cargo de chatarreros, que se hacen llamar artista y envuelven su nadería en una carcasa conceptual tan enrevesada como vacua. Además, toda la broma se sufraga con dinero público, porque en el mundo real no hay público dispuesto a pagar por disfrutar de las gili-performances, las gili-instalaciones y los gili-talleres.
El truco es siempre el mismo: en las enormes estancias albas de un museo público se cuelgan, o tiran por el suelo, bloques de hormigón, o piedras, o amasijos de hierro, o se planta una tienda de campaña, o unos troncos, o una montaña de papel higiénico, o unas pantallas de televisión que repiten en bucle un vídeo duro y epatante, o se pone a bailar a gente en bolas y pintarrajeada con logos «progresistas» (todo en inglés, por supuesto, como buenos papanatas)… y luego se vende la fruslería de turno con una palabrería huera para iniciados.
El Reina Sofía de Madrid, con un presupuesto de unos 40 millones anuales, es el museo de arte moderno más importante de España. Recibe 1,6 millones de vistas al año. ¿Y qué va a ver la gente que acude a este gran templo? ¿Les atraerá acaso la quincalla de carga política neozurda que ha metido allí durante quince años su director saliente, el muy comprometido Borja-Villel? Para nada. Van a ver el Guernica, de 1937, obra de Picasso, un clásico del siglo XX (ahora ya cuestionado por machista por la izquierda de guardia). Junto al Guernica, lo que más llama a los visitantes son las pinturas de Dalí, Miró, Juan Gris, Hermen Anglada y Antonio Saura. Resulta –¡oh, sorpresa!– que la chatarrería «progresista» de densa carga política no atrae a nadie.
Iceta probablemente pierda el próximo 23 de julio su cartera de ministro de Cultura, cargo para el que no está formado. En tiempo de descuento, ha tenido la inmensa jeta de dejar atado y bien atado el nombramiento del nuevo director del Reina Sofía. Se trata de un coruñés de 46 años llamado Manuel Segade, hasta ahora director del museo del Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles (sí, la derecha que gobierna la Comunidad de Madrid también dilapida la pasta de todos en quincalla seudo moderna).
Segade desprecia la pintura: «En mi opinión la pintura no pertenece ontológicamente al régimen de lo contemporáneo», declara con la pedantería propia de su gremio. A Segade lo que le mola es el rollito «queer» y LGTB, la igualdad de género, las performances... en resumen, los rollos patateros que se venden como el no va más de la modernidad cuando no son más que montar un poco de circo ideológico facilón a costa de nuestros impuestos. Entre sus logros en Móstoles –pagados por los gobiernos de Ayuso y sus predecesores– figuran los «balls» que homenajean los bailoteos de la comunidad gay de Nueva York en los ochenta, el «festival del autoplacer», el proyecto «toxic lesbian»… Unas credenciales estupendas, que sin duda le hacen acreedor de la dirección de uno de los museos públicos más importantes de España.
Todo esto que acabo de decir es difícil que lo lean contado así en lugar alguno. Los periodistas culturales de supuestos medios de derecha (o exderecha) son rehenes del cuento del rey desnudo del arte «moderno», se pliegan al canon de lo que podríamos llamar «la cultura Prisa» y temen ser tildados de retrógrados si se atreven a decir que una monda de plátano sigue siendo lo que parece aunque encima se le ponga un neón luminoso que pone LOVE.
¿Se atreverá el próximo ministro de Cultura a nombrar a un director del Reina Sofía menos ideologizado y menos forofo de la corrección política de las minorías zurdas? Tengan por seguro que no. En el ámbito cultural, y en muchos otros, la derecha arrastra un enorme –y absurdo– complejo de inferioridad ante la izquierda.