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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Ser niña entre talibanes

El gesto de leer y de escribir las haría aparecer como iguales a sus varones. Mejor envenenar, mejor dar muerte que tolerar esa blasfemia

No es la primera vez que pasa. Hace once años hubo una primera oleada. Han sido, en esta ocasión, ochenta y dos las niñas envenenadas en dos centros escolares afganos. Escuelas primarias, por supuesto: en Afganistán, el acceso a la enseñanza secundaria y a la universitaria ha sido prohibido a las mujeres.

En Sar-e-Pol, «unos desconocidos entraron en una escuela de niñas del distrito Sancharak y envenenaron a las asistentes», reza escuetamente el informe de la comisaría local. Las víctimas eran esas privilegiadas a las que, por no haber alcanzado aún la edad fértil, que las autoridades fijan en los doce años, se les permite el lujo sospechoso de aprender a leer y a escribir. Pero siempre hay bárbaros más bárbaros que los bárbaros que mandan. Y en el Afganistán actual no faltan quienes juzgan que los talibanes, a los cuales occidente regaló graciosamente el poder absoluto sobre su territorio, no son lo suficientemente talibanes. Y que enseñar a leer y escribir a una niña de seis años es ya convertirla en carroña corrupta por los usos infieles. Leer es, en sí, abominable.

¿Por qué es tan grave para el yihadismo que una mujer musulmana lea? Porque leer abre a mundos en los cuales no impera el monolito del único libro –el único– que debe contar para un hombre. El libro que existió desde toda la eternidad a la vera de Alá y que Alá, en una sola operación, dictó completo a un único Profeta. El libro. Pero ese libro no se lee; se recita. Sin alterar una entonación o un signo ortográfico. Sin someterlo a interpretación o exégesis humana. Porque, ¿qué podría añadir a la voz perfecta del Supremo la irrisoria acotación de una liliputiense mente humana? Nada.

No se compare ese libro con el de otras tradiciones religiosas. Ni la Biblia hebrea ni el Nuevo Testamento cristiano fueron escritos primero por Dios para luego ser dictados. Fueron inspirados, en distintos momentos históricos, a hombres que vertieron su inspiración en moldes literarios que cada uno de ellos ponía por su cuenta: la inspiración era divina, la literatura era humana y múltiple; y esa humanidad del texto era la que proporcionaba el margen –muy amplio– de su lectura y su interpretación. Y lo hacía –como enseñará Spinoza– objeto de crítica literaria. Un texto directamente escrito por Dios no sería, por definición, interpretable, ni objeto de exégesis o de crítica alguna. Sería repetible sólo.

¿Por qué es tan grave para el yihadismo que una mujer musulmana tenga acceso a lo escrito? Me viene a la memoria una bella historia, por completo ajena a ese universo religioso. Y, sin embargo, tan cercana en su terror al poder que la lectura y la escritura otorgan a quienes las dominan. La cuenta Claude Lévi-Strauss, como una de las experiencias más sorprendentes en su primer viaje a las selvas amazónicas. Junto una tribu Nanbikwara, particularmente tolerante en sus usos, el joven etnólogo pasa días que él describe como idílicos. Toma, a lápiz, notas en su cuaderno, al final de cada jornada para el libro que planea y que, con el nombre de Tristes trópicos, será uno de los puntales de la etnología moderna. Un día, el jefe de la tribu se sienta a su lado, toma una ramita y comienza a remedar los trazos del extranjero sobre la arena del suelo. Otro día, un joven guerrero se acerca y empieza a hacer lo mismo. El jefe de la tribu le asesta un duro golpe con su bastón de mando. Nadie volverá a tratar de compartir con él ese gesto mágico que lo hace, como jefe, distinto de los otros. Superior, pues.

No, no es que las niñas afganas vayan a tener acceso a libros especialmente peligrosos en una geografía depurada de libros. Es que el gesto de leer y de escribir las haría aparecer como iguales a sus varones. Exactamente lo que el libro único define como abominable. Mejor envenenar, mejor dar muerte que tolerar esa blasfemia.