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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Al marido de la ministra se le acaba el chollo

De marido de ministra y de gurú de los que arreglan el mundo según se afeitan se vive mejor que de profesor asociado de la Complutense

Otra vez las bases decidirán si el casidifunto Pablo Iglesias tiene plenos poderes para mandar a freír espárragos a Superyoli si no incluye a su mujer en Sumar. Otra vez las bases como coartada para hacer lo que te dé la gana: desde cambiar los estatutos del partido para cobrar en varios sitios, hasta comprarte una dacha pija y ahora, imponer a tu mujer para no quedarte de profesor pelado y ella de cajera del súper. Porque en Galapagar, la montaña donde fue Mahoma a demostrar que los principios duran lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks, están desolados. Los señores de Iglesias Montero no levantan cabeza. Recuerdan aquellos tiempos de vicepresidente y ministra, con la casa blindada para que los «ultras» no les molestaran mientras refrescaban sus cuerpos proletarios en la piscina azul como el cielo que iban a conquistar. Y recuerdan cuando Teresa Arévalo hacía de niñera para los peques pagada con nivel 30 en la Administración del Estado y sueldo de 50.000 euros. Y cuando con un dedo mandaban a Marlaska a humillar a Pérez de los Cobos porque se negaba a tragar con las ruedas de molino podemitas. Esos días en los que el Sumo Líder se cargó a Errejón, a Espinar, a Bescansa, porque osaron decirle «recuerda que eres un hombre y morirás». Esos días que no volverán.

Ahora en esa casa ha entrado el demonio. Se llama Yolanda Díaz, la abeja maya a la que Pablo colocó de vicepresidenta y sucesora, que le ha salido respondona y se ha aliado con todos los enemigos de los marqueses de Galapagar para pasar factura al verdugo. Está inquieto el macho alfa, porque de todas las chicas a las que enchufó, solo le guardan reverencia Irene e Ione, dos almas en pena cuya labor por la defensa de la mujer se resume en mil violadores beneficiados, niñas abortando sin el conocimiento de sus padres, chicas cambiando de sexo en el registro como quien renueva el biquini en Zara y repunte de la violencia machista como jamás había pasado.

Ese padre de familia, que disfruta de un chalé comprado con la herencia del suegro milagrosamente recibida cuando el legatario no había muerto, está triste. Su canal de televisión no despega, ha tenido que pedir a los incautos obreros que le han sufragado el capricho que no dejen de pagar la cuota, porque si no el negocio –el suyo– no se sostiene, y además tiene que afrontar un horizonte negro: si Yoli no lo tiene a bien, Irene no entrará en la lista y él dejará de disfrutar –como señor de la ministra– de chófer, escolta y asistente, incluso puede pasar que ni siquiera quede como marido de una diputada; tendrá que dejar de montar en el coche oficial blindado para ir a arreglar los problemas de los pobres, dejará de tener prioridad en los aviones y sirena en el coche para abrirse paso en los atascos fachas de Almeida cuando va con su mujer a arreglar los estragos del capitalismo. Porque de marido de ministra y de gurú de los que arreglan el mundo según se afeitan se vive mejor que de profesor asociado de la Complutense.

Lo peor es cuando hasta Félix López Rey, un concejal del Ayuntamiento de Madrid con más trienios que Jordi Hurtado, te dice que tu consorte es la ministra peor valorada del Gobierno y que siga el camino de Alberto Garzón. No hay respeto ya por las coletas bolcheviques. O cuando Mónica García te manda a paseo por machista y vanidoso. O cuando superyoli te mira con cara de asquito, a pesar de estar ahí gracias a ti. Para alguien con una autoestima tan voluminosa, no está siendo nada fácil despertar y que ya no te vote ni Txapote (porque vota a tu amigo Arnaldo) y que tu defensa se reduzca a los rebuznos de Monedero y Echenique, dos ciudadanos de bien sin ninguna cuenta pendiente con el fisco y la Seguridad Social. No hay derecho a todo esto después de haber tenido que abandonar, obligado, un piso de 40 metros en la Vallecas iniciática. Y es que este Sansón desde que se cortó la coleta perdió toda la fuerza. De la vergüenza ni hablamos.