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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Silencio, se muere

Una multitud de zombis repite gestos idénticos, ante smartphones óptimos en imagen y cobertura

La política no es nunca la política. Es una simulación bien tramada para que individuos específicos puedan ganarse la vida; y percibir ingresos superiores a los que el mercado fija a sus cualificaciones profesionales. No es un delito hacerlo. A nadie le desagrada ingresar sueldo superior al que merece. Es la condición humana. La política consiste sólo en hacer eso invisible. En lograr que comparezca como desinteresada entrega en beneficio del pueblo lo que es un negocio rentable. Puede que legítimo. Pero negocio. El fraude está en ponerle máscara de generoso servicio público. Es un oficio: el de aquellos que no tienen saber ni maestría para obtener sueldo o ganancia como el que les garantiza su coral presencia en el teatro de las instituciones.

Porque es un teatro –o un pase de maniquíes, si se prefiere– el ejercicio por el cual percibe sus emolumentos el «representante»: lo del actual presidente es paradigma. La representación ha de ser del agrado de un público que es por sus imágenes bombardeado a través de la omnipresencia de pantallas que define nuestro presente: televisores todavía, aunque puede que ya residuales, redes de imágenes que saturan la vida en esas prótesis de lo que un día fue cerebro y en las cuales han venido a erigir su imperio las estúpidas pantallitas de los móviles.

Un día, dentro de algunos siglos, si es que para entonces la especie humana existe, se estudiará la tragedia mayor, la que borró la inteligencia de la faz de la tierra. Fue un hallazgo tecnológico sencillo, al cual no prestamos, de entrada, demasiada relevancia: incrustar una cámara en un teléfono. No nos dimos cuenta de que aquello iba a trocar los sujetos en simples prótesis del aparato que haría con ellos soportes de enfáticos gestos de pasarela en paño barato. Ni siquiera se nos pasó por la cabeza que aquella cosa infantil de mandarse mensajitos acabaría por matar lo que, desde Platón, había sido la base de eso que un día llamamos pensamiento: el eje diamantino de escritura y lectura.

Primero fue una ristra de naderías en número de caracteres tasado; después, las fotos suplantaron al liliputiense texto; finalmente, los videos más ridículos, los pasos de danza más repetitivos, más grotescos, erigieron su universal imperio. De Whatsapp a Instagram, de Instagram a TikTok… o a lo que venga. La especie ciudadana se perdió en el camino; tal vez, la especie humana. En su lugar, una multitud de zombis repite gestos idénticos, ante smartphones óptimos en imagen y cobertura. Es lo real. Ni Orwell ni Bradbury se hubieran atrevido a ir tan lejos. Silencio, se muere.

Pero esos zombis votan. Y de sus votos brotará la lista de aquellos que cobrarán sueldo con cargo al presupuesto público. La representación, en todos sus niveles, desde el aldeano ayuntamiento al parlamento solemne y el inane senado, no se refiere ya al cálculo racional de ciudadanos adultos. La representación es lo que una universal lobotomía exhibe en las campañas de los partidos políticos, porque antes ha sido impuesta por el infantilismo de las redes. Nuestros políticos carecen de entidad neuronal porque la entidad neuronal se ha diluido en mallas de idiotez colectiva, a las que hoy ya no escapa nadie.

Étienne de la Boétie lo proclamó hace cinco siglos. Pero creímos que era sólo el juego de un brillante ingenio literario: «la libertad, los hombres no la desean… desean sólo ser siervos». Ahora sabemos que el joven amigo de Montaigne no era ingenioso. Era profeta. No, la política no es nunca política. Es siempre furtivo abuso y servidumbre complacida. Lasciate ogni speranza