Las cosas de Silvio
O cómo un extraordinario vendedor con una televisión debajo del brazo puede hipnotizar a todo un país
El magnífico Paolo Sorrentino, que es más bien azote de «progresistas» que lo contrario, dedicó en 2018 una película a Berlusconi. Se titula Silvio (y los otros) y se ambienta en la mansión de sus polémicas fiestas sardas, animadas por sus famosas «velinas», jovencísimas bellezas a la caza de oportunidades en las televisiones del magnate, o directamente salidas del submundo prostibulario.
Toni Servillo, uno de los mejores actores europeos actuales, encarna al veterano dirigente, que en la película se encuentra en su crepúsculo y cercado por las polémicas y escándalos. En la mejor escena, una noche Berlusconi/Servillo decide hacer una prueba para comprobar si todavía conserva sus capacidades sobrehumanas o no. Lo que hace es coger el teléfono y marcar un número aleatoriamente. Responde una mujer anónima y Berlusconi se propone venderle por teléfono un piso (que ni siquiera existe). Huelga decir que la camela y finalmente lo logra, hasta el extremo de que la engañada acaba dándole las gracias.
Berlusconi fue una fuerza de la naturaleza, uno de esos personajes más grandes que la vida, poseedor de un vitalismo inaudito y una enorme inteligencia práctica y táctica. Un optimista perpetuo. Un empresario de inmenso éxito, que se ganó todo a pulso arrancando desde abajo (era hijo de un empleado de banca de Milán y una secretaria de la Pirelli, estudió Derecho y comenzó cantando tonadas en clubes nocturnos y cruceros, amén de vender aspiradoras).
También se desempeñó como un habilidoso político, que ejerció en tres ocasiones como primer ministro y se convirtió en quien más tiempo ejerció el cargo en la posguerra italiana. En realidad, su omnipresente figura ocupó el vació que dejó el eclipse de la Democracia Cristiana y ofreció una ilusión a sus compatriotas (casi siempre frustrada al final por los hechos). Fue un firme detractor de la plaga comunista y un defensor de la empresa. Su fortuna personal superaba los 8.000 millones de euros. Su conglomerado, Fininvest, contaba con 150 compañías. Dominaba todos los palos. Comenzó en la construcción. Hizo campeonísimo en la cancha al AC Milan. Era fuerte en el sector del libro y en la prensa y, sobre todo y ante todo, dominaba la televisión, con una fórmula chabacana que exportó con éxito a España (donde paradójicamente este baluarte de la derecha eligió para los informativos una línea editorial proclive a la izquierda, tal vez porque veía nuestro país solo como un pozo del que extraer dinero).
Pero Berlusconi fue más cosas. Su apodo en Italia era «El Caballero». Nada más hiperbólico. Fue un tipo de una simpatía con frecuencia chabacana. David Cameron ha contado que nada más llegar al poder le tocó al lado en una cumbre europea. Silvio, con su pelo negrísimo faraondoleado, su bronceado y sus dientes blanquísimos de bote, le dio un consejo al inglés: «Cógete una amante en Bruselas. Es el único modo de soportar todas estas malditas reuniones».
Silvio se pasó la vida de juicio en juicio: evasión fiscal, falsedad contable, abuso de menores, interferencia ilícita en la acción judicial, intento de soborno a un juez… Se sucedían las condenas y las absoluciones en la instancia superior, en una carrera de 2.500 vistas en 20 años, en la que se gastó 200 millones en abogados. Silvio fue un viejo verde pertinaz (se encamó con menores, su penúltima novia tenía 38 años, con él ya octogenario, y a la última le llevaba 53 tacos). Silvio prometió simplificar los impuestos, subir las pensiones, implantar enormes programas de empleo público y acabar con la criminalidad mafiosa en las ciudades. «Si no logro al menos tres de esas cuatro promesas no me presentaré a la reelección», anunció. No logró ni una. Pero por supuesto volvió a presentarse. España arrastra hoy una deuda pública aterradora: 95,5 % del PIB. Pues bien, la de Italia es del 134 %. Las reformas nunca llegaban. Pero la palabrería nacionalista que pregonaba un futuro luminoso siempre estaba ahí.
Silvio hipnotizó a los italianos, porque era un vendedor superdotado, el mejor, y porque enarbolaba la bandera de la libertad, el yo hago lo que quiero (y sin reserva moral si era menester). También porque los entendía y les hacía creer que era uno de ellos. Muchos lo admiraban secretamente por sus dotes de conquistador (el bajito con alzas que se lleva a la más bella), por sus toneladas de dinero, por su éxito arrollador, por su carisma popular y populachero, por su humor de cazurro sin complejos frente a la inteligencia pedante. Pero sobre todo, Silvio mandó tanto tiempo en Italia porque la televisión sigue siendo el mayor y mejor agente electoral y él era quien la controlaba.
¿Le hizo bien o mal Berlusconi a Italia? Para responder bien a esa cuestión habría que ser de una pasta muy especial. Es decir: italiano.