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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

El bufón que fue rey o la modernidad de Berlusconi

¿Hablábamos de Berlusconi? Que hizo mutis. ¿O estábamos diseccionando a Sánchez? Que sigue en escena

Ha muerto. No es gran cosa. Todos morimos. La muerte no exime a nadie de lo hecho. Tampoco justifica que no se cuente. El silencio no es piadoso. Nunca. Sólo miente.

Tanto más cuanto que «lo hecho» por Silvio Berlusconi es, en rigor, admirable: el anticipo en dos décadas del horror político que está siendo el siglo XXI. Puede que este siglo sea, en todo cuanto a política concierne, un vertedero. Pero se requería, sin duda, talento para prever que en ese vertedero podía un hombre sólidamente exento de escrúpulos hacer una inmensa fortuna. Y llegar –datos Forbes– a alcanzar, además de la vanidosa nadería de ser presidente de la República, la mucha más honorable condición de hombre más rico de Italia.

Todo fue cosa de los televisores. Hoy, que política y televisor son lo mismo lo sabe hasta un bebé que juega a su perverso Tic-Toc. Pero, en 1974, cuando un Berlusconi de 38 años adquiere su primera máquina de homogeneizar idiotez mediante imágenes, «Telemilano», no todo el mundo se tomaba en serio al Guy Debord que había profetizado –en su Sociedad del espectáculo del año 1968– cómo el tiempo de la política había caducado: la dominación social, en la fase abierta por esa hegemonía de los televisores en el interior del hogar, que aniquilaba la distinción entre lo público y lo privado, no pasaba ya por los dispositivos institucionales. Pasaba, en exclusiva, por los platós del espectáculo. Y, en ellos, la repetición de los lugares comunes, las evidencias, los entretenimientos, la jerarquía de valores… Todo idéntico a sí mismo e irrebasable. Agradable, además. Una placentera lobotomía colectiva se estaba abriendo. Ni siquiera sería dolorosa: triunfaría.

A la Italia empachada de política y, al tiempo, ingobernable, la de la pléyade de partidos que habían de resolver el reparto de cargos ministeriales conforme a complejísimos manuales matemáticos, Berlusconi opuso un principio elemental. Los ciudadanos no desean libertad de ningún orden. Nunca la han deseado. Los ciudadanos desean glándulas mamarias en su salita de estar. Y él disponía de las ventanas universales para plantárselas delante de los ojos. El tiempo de la imposición violenta había terminado. Empezaba la esclavitud dulce.

Lo deslumbrante no es que funcionara. No podía no funcionar. Lo deslumbrante es que lo hiciera tan deprisa. Y que, en apenas un decenio, Silvio Berlusconi hubiera completado su control de pantallas. No sólo en Italia. Y que el corrupto mayordomo socialista Craxi pudiera ser ejecutado en el exilio: ya no era necesario. Y que aquel a quienes los sutilísimos hombres políticos del PCI y la DC consideraban un payaso despreciable acabara por ser presidente de Italia. Y, lo que es incomparablemente más importante, capo supremo del 100 por cien de la televisión terrestre y de la casi totalidad del entramado lúdico-publicitario y editorial más denso de la historia europea. La prensa inició su ocaso. ¿Legal todo? ¿Y quién manda en las leyes?

Guy Debord, diez años después de su libro profético: «El gobierno del espectáculo, que detenta en la actualidad todos los medios para falsificar tanto el conjunto de la producción como el de la percepción, es tan amo absoluto de los recuerdos cuanto amo incontrolado de los proyectos que diseñan el más lejano porvenir. Reina solo y en todas partes: ejecuta sus juicios sumarios».

¿Hablábamos de Berlusconi? Que hizo mutis ¿O estábamos diseccionando a Sánchez? Que sigue en escena.