Alsina y Sánchez
La entrevista al presidente encierra todos los secretos y miserias del sanchismo, un sistema basado en la mentira que sólo funciona sin réplicas
Conviene aclarar primero por qué Pedro Sánchez se va a ver a Carlos Alsina, y luego a Wyoming y más tarde a Motos, en una maratoniana tournée que no incluye, que se sepa, encuentros con Bieito Rubido y El Debate ni con Carlos Herrera y la Cope, aunque ambos intuyo estarían encantados de someter al presidente a un elegante tercer grado.
La hiperactividad sanchista es consecuencia de la desmovilización del PSOE, que acaba de sufrir un traumático 28-M que ha dejado en el paro a cientos de cargos públicos socialistas, damnificados por las ganas contenidas del elector de ajustar cuentas con Sánchez. Su trasero es lo que les pillaba más cerca, y la vendetta obedecía más a esa rabia contenida que a los deméritos de las víctimas.
Con ese percal, buscar grandes mítines de recintos llenos, gracias al trabajo de los nuevos parados, era tan temerario como echarse al mar entre tiburones blancos. Y eso le ha llevado al politburó sanchista a escoger otros formatos, más arriesgados en términos de exposición pública, pero menos indiciarios del abandono a su suerte que en realidad sufre el líder socialista entre los suyos.
El encuentro con el periodista de Onda Cero, que entrevista con una mezcla de elegancia y contundencia infalible, ha servido sobre todo para demostrar que Sánchez solo funciona en el monólogo soflamado por sus altavoces y sus enchufados, meros papagayos de consignas incompatibles con una mínima verificación.
Alsina se limitó a poner a Sánchez frente a su espejo, repitiendo lo que él mismo decía con solemnidad cinco minutos antes de hacer justamente lo contrario. No hizo falta más para evidenciar el exuberante catálogo de mentiras, contradicciones, componendas y errores que perfilan a un presidente en eterna huida de sí mismo, atrapado siempre en ese bucle de falacias que no resiste la más elemental prueba del algodón.
Con Sánchez no hace falta recurrir al epíteto, aunque sea tentador hacerlo, para desnudarle sin réplica posible: basta con recordarle sus propias promesas, un eterno catálogo de solemnidades prostituidas por sus decisiones posteriores.
Y eso es lo que Alsina hizo, sin levantar la voz, repitiendo cada anuncio de Sánchez y cada decisión posterior, tan distante la una de la otra como un caníbal de un vegano.
De la brillantez del locutor no hace falta añadir gran cosa: se la juega a diario en un implacable partido donde todos jugamos para ganar, en una competición feroz que tiene al mito viviente de Herrera, el mejor de la historia, y a la eficaz Angels Barceló, capaz de adecentar un gallinero incontrolable para nadie sin su inteligencia, dos competidores inasequibles al desaliento.
Pero al resto de la profesión sí la interpela el periodista de Más de uno, al colocarla frente a su miseria: no hay posicionamiento ideológico punible si construye un relato a partir de los hechos, los asume y a continuación los justifica con unos argumentos decentes.
Pero no hay discurso que se merezca otra calificación que la de propaganda barata si prescinde de las evidencias, justifica los abusos y blanquea las mentiras. Alsina se limitó a preguntarle a Sánchez por qué nos mentía, enumerando con sosiego cada trola y dejándole responder sin prisa a todas ellas.
A uno le faltó tiempo y al otro le sobró media hora. Y hasta el más pelota del inmenso ejército de sanchistas en nómina no tendrá dificultad para reconocer de quién hablamos en cada caso.