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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

En la herrumbre del tiempo

Jean-Pierre Léaud, majestuoso en la herrumbre del tiempo y la memoria

Los de mi edad recuerdan aquel travelling final: fuga en la raya del mar. La playa, y sobre ella amenazantes nubarrones, acogía en su soledad a Antoine Doinel, doce años, huido del reformatorio y, antes, de una familia inhabitable. Los cuatrocientos golpes. Todos los de mi edad –al menos, todos los locos del cine, que éramos casi todos– recuerdan, estoy seguro, la sala en la que vieron por primera vez esa inaugural meditación poética de François Truffaut. Un soplo iniciático enlazaba secuencias y planos. Y, en el rostro de Jean-Pierre Léaud, que tenía catorce años al rodarla, no hubo quien no sospechara la desasosegante cercanía de un espejo. Así que el mundo era eso: una elegante tristeza en blanco y negro… Ni siquiera el hallazgo hilarante de la censura, que añadió a la versión española una voz en off que hablaba de esperanza, podía velar el abismo que, en los ojos de Doinel-Léaud, decía la certeza de que todo cuanto le contaron era mentira.

Dos reportajes de la prensa francesa –en Le Parisien el primero, después en el Nouvelobs– muestran el rostro, apenas reconocible ahora, del actor que cifró un tiempo y un cine que ya no existen. Léaud debe andar, si yo no me equivoco demasiado, por la frontera de los ochenta. No es la edad, sin embargo, son las huellas de su desmoronamiento las que ponen una angustia que va más allá del individuo: que componen el fotograma derretido de un mundo que se fue. Serge Toubiana, antiguo director de la Cinemateca Nacional Francesa, acaba de dar la alarma. También, de abrir un fondo de ayuda. Desasistido y solo, el actor perpetuo de Truffaut –pero también del Porcile de Pasolini o de La maman et la putain de Eustache– habría naufragado en una miseria económica y anímica que se amenaza sin retorno.

Un mundo acaba. O acabó hace ya mucho, en lo que concierne al cine. La sala en la que vi, por primera vez, a Léaud en aquellos Cuatrocientos golpes no existe desde hace decenios. No existe ya ninguno de los cines, bien de barrio, bien de arte y ensayo, bien cine-foros, en los que por primera vez quedé prendido por las imágenes de Jean-Luc Godard –Jean Seberg voceando el New York Herald Tribune a lo largo de los Campos Elíseos en À bout de souffle–, de Claude Chabrol –Les cousins, y un Barrio Latino que iba a ser mi barrio tantos años más tarde–… Los héroes de los Cahiers du cinéma. Todos en blanco y negro. Todos muertos. Como el cine. Todo.

Y esta tarde, ante el rostro devastado de quien fue, sobre la pantalla, el hijo predilecto de aquel aquelarre de brujos imaginarios, me ha retornado el recuerdo de lo leído en Godard: «Que la imagen es, ante todo, del orden de la redención». Y las lágrimas de la Falconetti de Dreyer, y las de la Anna Karina que Godard le contrapone en uno de los más bellos diálogos visuales de la historia del cine, se han fundido sobre el rostro del octogenario que fue, en días muy lejanos, Antoine Doinel. Y que es ahora sólo Jean-Pierre Léaud, majestuoso en la herrumbre del tiempo y la memoria.