Alfonso Guerra
Su mensaje es plausible, en un acto con un condenado por las «black card», pero no hay que olvidar que el PSOE ha consentido el sanchismo sin pestañear
Alfonso Guerra se ha convertido, con la edad, en la conciencia cívica del PSOE, en una especie de guardián de unas esencias que tuvo hasta la llegada de Zapatero, el elemento agitador de todas las aguas embarradas que trajeron a Sánchez y a Iglesias, ahijados políticos de la calamidad que ahora se cree Adenauer y no pasa de Maestro Ciruela.
De la catadura de Zapatero, que ganó a lomos de una tragedia y se marchó dejando una ruina, da cuenta su abyecta teoría de que fue él quien acabó con ETA, cuando todo el mundo sabe que estuvo a punto de salvarla y que, de hecho, gracias a él y a su sucesor se ha salvado su brazo político, encabezado por un secuestrador que le dicta al Gobierno leyes, presupuestos y prioridades.
El antiguo vicepresidente entiende algo tan básico como que, por encima del PSOE, ha de estar España. Y que desde esa premisa elemental, nada bueno puede salir de encamarse con quienes existen para destruir España.
Bildu no mata, ERC no da golpes de Estado y Sumar no implanta campos de trabajo, pero los tres aspiran a abolir la Transición y abrir un nuevo periodo constituyente que acabe con la Monarquía Parlamentaria y la unidad territorial: respaldar eso no es de socialistas, pero oponerse a ellos sí es de buenos españoles, de lo que cabe deducir que tenemos a un presidente que no quiere ni entiende ni defiende a su país.
Guerra desató su tormenta en la presentación de un libro de Virgilio Zapatero, a quien la memoria pública trata mejor de lo que se merece: él era el vicepresidente de la Cajamadrid de Rodrigo Rato y él, como tantos otros, fue condenado por usar una de aquellas célebres «black card» para pegarse una vidorra incompatible con el más elemental sentido de la decencia.
Que alguien así se dedique a pontificar y reciba aplausos de sus coetáneos no resta valor a la posición de Guerra, pero sí remite a la parte más oscura de su pasado y del de su partido, arrasado por la corrupción, el clientelismo y el empobrecimiento, tres males definitorios del tardofelipismo que al menos no comportaron una renuncia a las posiciones de Estado.
Sin menoscabo del valor de Guerra, cabe preguntarse qué le hubiera pasado a España en los últimos años si él, y otros como él, no hubieran esperado tanto para cantarle las cuarenta a un presidente mentiroso que construyó su camino destruyendo todo lo demás.
Porque a Sánchez le permitieron sobrevivir a su intentona inicial de pactar con sus actuales socios, con aquella gestora encabezada por el asturiano Javier Fernández que se calló las auténticas razones de la destitución del canalla y le facilitó ganar las Primarias presentándose como el único socialista capaz de decirle «no es no» a Rajoy.
Y luego le dejaron repetir elecciones generales. Y más tarde coaligarse con Pablo Iglesias, un irresponsable con ideas comunistas que se ha enriquecido al mismo ritmo en que se empobrecían todos los demás. Y por último le consintieron también indultar a golpistas, liberar a terroristas, derogar delitos y aceptar los chantajes públicos que sus secuestrados expresaban sin recato, resumidos en la soflama de Arnaldo Otegi exigiendo privilegios para los terroristas a cambio de presupuestos.
El PSOE ha sido un partido imprescindible para estructurar España desde 1978. Y debería serlo para recuperar un cierto orden, una cierta calma y un cierto consenso cuando el 23 de julio las urnas escriban el epitafio de Sánchez. Pero cuando Guerra y compañía entierren a esta nulidad, convendrá no olvidar del todo que ellos lo parieron y ellos lo resucitaron varias veces.