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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sócrates en el parvulario

Uno se dedica en serio a la filosofía porque la filosofía no sirve para nada. Lo que es lo mismo: porque es un lujo

Inmerso en las galeradas de mi próximo libro, cuyo título se empeña en entonar un Elogio de la filosofía, cayó ayer sobre mi pantalla el reportaje que, en El Debate, publicaba Roberto Marbán a modo de melancólico aviso: Filosofía es la carrera que en España da, con diferencia, la peor tasa de empleo.

Tal vez eso sorprenda a los más jóvenes. Pero eso era exactamente lo que pasaba cuando, en 1967 y con 17 años, me empeciné yo en abocarme a un destino que puso al borde del síncope a mi familia. Nadie me mintió entonces y a nadie hay por qué mentir ahora: las virtudes pragmáticas y laborales de la filosofía son cero. Exactamente cero. Y aquel que desvaríe fantaseándole a esta disciplina nuestra futuros profesionales luminosos está destinado a estrellarse. Y a estrellar, de paso, a los demás. Uno se dedica en serio a la filosofía porque la filosofía no sirve para nada. Lo que es lo mismo: porque es un lujo. Lo que es lo mismo: porque puede que sea el único refugio eficaz contra la roña cotidiana. Un pensar y un estar contra el miedo y contra la esperanza, la llama Spinoza. Un capricho, si se quiere: el de ser libre.

Puede que este malestar laboral de ahora parta de un fatal malentendido, que tiene ni se sabe ya cuántos siglos: haber travestido la filosofía en asignatura reglada para la enseñanza media y haberla prolongado en una institución universitaria; haber degenerado, así, su potencia destructiva en aprendizaje de un edificante estar en la realidad tal como se supone que debe estarse. Un bodrio resignado, en suma, que a sólo a los menesterosos de fes perdidas puede aportar consuelo: Sócrates en el parvulario. Pero filosofía nunca debió ser oficio didáctico.

Y están los otros, la mayoría. Los que a eso llegaron al azar de un gris automatismo administrativo: los que en Facultades de filosofía acabaron por virtud de selectividades asesinas. A ellos, ese destino les es dado como llevadera pérdida de unos cuantos años de su vida. Sin, eso sí, demasiado esfuerzo. Hace como medio siglo, Manuel Sacristán propuso, loablemente, que las Facultades de filosofía se extinguiesen en beneficio de unos institutos post-universitarios a los cuáles tan sólo tuvieran acceso los ya licenciados en alguna cosa. Naturalmente, nadie se tomó en serio una alternativa tan sensata.

La más bella paradoja del filósofo la da John Keats en un poema de 1820, que gira en torno a la leyenda de la mujer serpiente, «Lamia». La ha tomado de la Anatomía de la melancolía de Burton, quien, a su vez, anota haberla leído en la Vida de Apolonio de Filóstrato. Lamia, la cegadora fantasmagoría que otorga dicha y olvido a quienes a su seducción se entregan, ve avanzar, en la figura del filósofo, una amenaza que hará añicos el embrujo en el cual ella y a su amante Licio se han envuelto. Porque, se queja, «¿no se esfuman acaso todos los placeres / al solo contacto de la fría filosofía?»

Y Keats da voz poética a ese desasosiego, que ya los atenienses hubieron de experimentar ante un Sócrates al cual hicieron pagar el equitativo precio que al desencantador corresponde:

«la filosofía
no duda en cercenar las alas de los ángeles,
en descifrar misterios con líneas y con reglas,
en vaciar el aire de magia y a las minas
de sus habituales gnomos, en deshacer
el arco iris, como deshizo el tierno cuerpo
de Lamia y lo fundió en la sombra».

No, no es demasiado rentable dedicarse a explorar el universo de mentiras sobre el cual reposan las simpáticas verdades, bajo cuya imposición estamos dispuestos a aceptar jovialmente todo. Esas que son siempre engaño. Y nos hacen idiotas. Felices también, tal vez.

Ciertamente, la filosofía no da empleo. Por fortuna.