Fundado en 1910
Perro come perroAntonio R. Naranjo

Llanos Massó

Ya está bien de que los profetas del apocalipsis fascista señalen a todo aquel que no repita su versión talibán de un catecismo progre delirante

No tenía conocimiento de la existencia de alguien llamado Llanos Massó hasta que la trompetería mediática de Sánchez, de sensibilidad tan oscilante como el Guadiana, tocó a rebato con su elección como presidenta de las Cortes Valencianas.

Se diría, leyendo los titulares proféticos, que con ella Belcebú se había reencarnado y que en breve la Comunidad Valenciana iba a transformarse en una especie de califato donde las minorías de cualquier tipo se sumergirían en las tinieblas del asfixiante yugo fascista.

Porque ella, Llanos, según esa versión, es ultraderechista, ultracatólica, antiabortista, homófoba, negacionista del cambio climático y muy probablemente taurina, carnívora, heterosexual y terraplanista.

Ya de entrada sorprende mucho la facilidad con que el sistema montado por Zapatero y perfeccionado por Sánchez se asusta de opiniones, sentimientos y creencias alternativas, protegidos constitucionalmente; y cómo tolera, incentiva y a menudo suscribe otras que ni siquiera se salvan bajo el paraguas de la libertad de expresión y se adentran, a menudo, en el terreno del delito.

Estar contra el aborto o profesarse católico es mucho más polémico y perseguible en la absurda España sanchista que pedir en un concierto de rap la ejecución de un guardia civil, insultar a un votante del PP o apedrear a uno de Vox, por citar solo algunas de las tropelías que se perpetran a diario con la cobertura política y mediática estrenada por Pablo Iglesias, partidario de la violencia bajo el epígrafe de «jarabe democrático».

El exceso, no obstante, tiene una virtud: permite debatir sobre el fondo del asunto, que no es otro que la imposición de una visión única, radical y talibanizada, de causas en las que en realidad estamos todos.

Porque en España no hay xenófobos, homófobos ni fascistas, más allá de algunos grupúsculos residuales que solo son relevantes para quienes los promocionan con el objeto de justificar sus discursos del miedo; pero sobran dirigentes, formaciones, organismos y asociaciones de toda laya que viven de sobredimensionar los problemas y explicarlos en unos términos exaltados que terminan por hacerlos incómodos.

Se puede y se debe estar con la igualdad y contra el Ministerio que la gestiona. A favor de los derechos de los gais y en contra de los chiringuitos que dicen defenderlos. Contra el machismo y, a la vez, contra la industria de género que no solventa nada pero impulsa una legislación implacable a cambio de una facturación insoportable. Y a favor de la inmigración regular y absolutamente en contra de aceptar la censura sobre el impacto de determinadas «culturas» en determinados delitos, por definición individuales, o de pavorosos vetos a productos derivados del cerdo en ciudades con alta presencia de musulmanes.

Para tirar el agua sucia, no hace falta echar por el sumidero al niño que se baña en ella. La verdadera batalla cultural es derrotar a los paladines de las causas, una recua de exaltados y de tragaldabas del dinero público, y defender la versión razonable de esas causas.

Y hacerlo desde espacios como la religión católica no parece la peor: mientras la zanganada señala a una organización que da de comer a tres millones de personas cada día, esperamos de brazos cruzados a conocer el primer comedor social impulsado por CCOO, Compromís, las Juventudes Socialistas o cualquiera de las siglas que sufren mucho con todo, señalan a todos por nada y se llenan la barriga en el mismo país donde tantos no tienen ya ni para pan.