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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Matrioska

Lo único que me parece poco enigmático es el futuro de un Prigodzhine al servicio del dictador bielorruso Lukashenko

Es ésta una historia de condottieri. Esto es, de caudillos militares que alquilaban sus muy aguerridas tropas al gran señor –da igual si en un Principado o una República– que mejor pagaba sus servicios. Eran profesionales y despiadados: lo que ahora llamamos «mercenarios». Pocos ejércitos –en la Italia renacentista, ninguno– podían enfrentarse a ellos con demasiada oportunidad de éxito. Ésta es, muy en concreto, la historia de dos de los más implacables entre aquellos señores de la guerra: los hermanos Vitelli, Paolo y Vitellozzo. Y de los desasosegantes acontecimientos que se inician con la fallida toma de Pisa por Florencia en el año 1499. Y que se cierran en Senigallia con la ingeniosa cena de nochevieja de tres años más tarde, siendo anfitrión César Borgia.

Los hermanos Vitelli eran excelentes guerreros. Y aún más celosos guardianes de su paga que de sus armas. El muro de Pisa empezaba a caer: la ciudad estaba perdida. Pero los gobernantes florentinos se retrasaban en el pago de la soldada: error grave. Los Vitelli dieron media vuelta y entregaron el triunfo a los pisanos. Paolo no logró escapar, fue torturado y decapitado frente a la Señoría florentina. Vitellozzo consiguió poner tierra por medio y, bajo contrato de César Borgia y en colaboración con Oliverotto da Fermo, arrasó cuantos territorios florentinos pudo. Luego, a inicio del nuevo siglo, César apostó por atraerse a los florentinos. Y el precio lo cuenta la nota cifrada que, en la Nochevieja de 1503, el canciller Nicolás Maquiavelo hace llegar a la Señoría: «Anoche, a las diez, este señor Borgia hizo matar a Vitellozzo Vitelli y a Oliverotto da Fermo». Estrangulados.

A las tropas regulares rusas han debido de venir viéndolas los aguerridos mercenarios Wagner muy el modo en que el malévolo –e inteligentísimo– Francesco Guicciardini describía a las del Rey de Nápoles: Vini, vidi, fugi, o sea, que «vine, vi y salí por piernas». Eso, mientras los mercenarios de Prigozhin destripan al que pillan y se hacen destripar a sí mismos en modos bastante desagradables, está terriblemente mal visto entre guerreros. Concedámosles que hay motivo. Así que Prigodzhine hizo lo de los Vitelli, pero en moderno, en posmoderno, si se prefiere. Agarró sus tropas y sus blindados, diose la vuelta y, ni corto ni perezoso, se plantó, en apenas 24 horas, a las puertas de Moscú con la artillería a punto. Ni una sola unidad del ejército ruso puso obstáculo ni reparo al paseo militar del condottiero hacia el Kremlin y hacia Putin. Ni un solo avión, ni un solo misil, de esos tan hipersónicos que dice poseer Rusia, trató de hacerles siquiera un tenue arañazo en la pintura de la carrocería. Todo militar sabe hasta qué punto es vulnerable una unidad –por combativos que sean sus hombres– que se adentra por autopista en un territorio enemigo sin cobertura aérea. Todo militar, menos Prigodzhine. Y menos los generales de Putin, evidentemente.

Al cabo, es una historia de matrioskas, esas encantadoras muñequitas que todos los turistas se traen como recuerdo ruso y cada una de las cuales oculta a otra que oculta a otra, que oculta a otra… Sin que el pardillo que mira pueda prever cuándo demonios se acabará la serie de sucesivas ocultaciones. El gran Winston Churchill, en 1939, dio de ese jueguecillo eslavo la boutade definitiva: «No puedo adelantarle las acciones de Rusia. Es un acertijo, dentro de un misterio, dentro de un enigma».

Un acertijo: ¿por qué el mando supremo de un motín en tiempo de guerra no ha sido llamado a comparecer ante una corte marcial por alta traición y conducido a la ejecución subsiguiente? Un misterio: ¿cómo puede una fuerza armada penetrar más de seiscientos kilómetros en el territorio de la segunda potencia militar del planeta sin tropezarse con un solo soldado enemigo? Un enigma: ¿existe el ejército ruso?

Lo único que me parece poco enigmático es el futuro de un Prigodzhine al servicio del dictador bielorruso Lukashenko. Es un futuro escrito: «La historia de Vitellozzo Vitelli». Porque hay cosas que nunca cambian.