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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Monarquía absoluta

Cuáles son los «poderes absolutos» sobre España que el teléfono móvil de Sánchez puso a la absoluta disposición del Rey de Marruecos

A la pregunta de un tal Jordi Évole, que cuestiona su asombrosa sumisión a la «monarquía absolutista» de Marruecos, hubiera sido de esperar una previa corrección léxica por parte del presidente español. Pero es mucho esperar que un doctor plagiario sospeche siquiera los usos convenidos en historiografía. Así que don Pedro Sánchez replicó, tan contento, que él no consideraba que lo de Marruecos fuera una «monarquía absolutista». Evidentemente, no. Nada es una «monarquía absolutista». Es –o no es– una «monarquía absoluta». O bien un «absolutismo monárquico». El palabro sobre el cual dialogan el poco letrado locutor y el muy aleatorio doctor de la Moncloa no pasa de flatus vocis. Pero es que restablecer el sentido y uso de las palabras requiere haber leído un par de libros. Lo imposible.

«Monarquía absolutista» no está contemplada por el diccionario de la RAE. «Monarquía absoluta», por supuesto que sí. Como «régimen político en el que todos los poderes corresponden al rey sin limitación». Sin enredarse en complicaciones históricas que no atañen al Diccionario, la Real Academia recoge la idea sobre la cual pivota la «monarquía absoluta» desde su fijación definitiva en el siglo XVII. La que con toda sencillez dice la etimología del adjetivo absolutum: indiviso, entero. Una monarchia absoluta es, sencillamente, el entero poder de uno, que en nada lo divide con nadie. Y, naturalmente, en el siglo XVII francés en donde se codifica, eso apunta, en primer lugar, a la negativa del monarca a ceder su control sobre la Iglesia. Porque no hay más representación de Dios sobre la tierra que la que el Rey ejerce. Bérulle le dará, en 1623, su forma canónica: «Un monarca es un Dios conforme al lenguaje de la Escritura: un Dios, no por esencia, sino por potencia; un Dios, no por naturaleza sino por gracia; un Dios, no para siempre sino por un tiempo. Un Dios, no para el cielo, sino para la tierra… Dios hace a los reyes Dioses a semejanza suya, en potencia y calidad, Dioses visibles, imágenes del Dios invisible».

Y cuando, en 1757, el fallido regicida Robert-François Damiens es sometido al atroz descuartizamiento público que Michel Foucault transcribirá al inicio de su Vigilar y castigar, no lo es en tanto que magnicida frustrado. Lo es en tanto que deicida imposible. Su aberración no es, pues, penal; es teológica. Como habrá de serlo su castigo. Porque Luis XV, es Dios.

No abundan las monarquías absolutas en nuestro siglo XXI. Y es una perfecta sandez asimilarlas a cualquier variedad de despotismo monárquico. Pero la pregunta, una vez correctamente desanalfabetizada, se mantiene. Y no es fácil responderla. Un monarca –el de Marruecos– que es, al tiempo, rey y autoridad religiosa suprema, rey y heredero directo del Profeta, voz de Dios, en tanto que «comendador de los creyentes», ¿es, o no, un monarca absoluto? Un Rey –el de Marruecos– que asume en exclusividad las tareas ejecutivas y ante el cual irrisorios electos no disponen de más potestad que la de aconsejar al infalible árbitro y decisor supremo, ¿es, o no, un monarca absoluto?

De eso no se habló, claro está, en la tele del tal Évole. Tampoco de cuáles son los «poderes absolutos» sobre España que el teléfono móvil de Sánchez puso a la absoluta disposición del Rey de Marruecos. Pero es que es muy difícil establecer cuál, si entrevistador o entrevistado, sobresalía en estulticia.