La Europa imprescindible
La próxima legislatura del Parlamento Europeo exigirá de sus grupos parlamentarios una visión y una cohesión que no deberíamos dar por garantizadas
El proceso de integración europea ha cumplido distintas misiones con el paso del tiempo. Las circunstancias cambian y con ellas el sentido de las cosas, también el de las políticas. Más allá de los ideales, el proceso tuvo un papel instrumental en la reconstrucción de Europa tras la II Guerra Mundial. Desde 1914 hasta 1945 el Viejo Continente había cultivado el huerto de los «ismos»: nacionalismo, fascismo, nazismo, comunismo… idearios excluyentes donde un «otro» se convertía en responsable de todos los problemas, que quedarían resueltos con su eliminación. Pasar del odio a la convivencia no parecía una tarea fácil y ese fue el sentido originario de la construcción de una Europa unida. La sola comparación de las relaciones entre los miembros de la Unión Europea con la propia de aquellos que componen el espacio Indo-Pacífico nos puede proporcionar una idea de la importancia de la obra realizada.
La superación del nacionalismo y de las tensiones sociales pasaba por la creación de un espacio económico común que garantizara la recuperación y el desarrollo, fundamentos de los modernos welfare states. El crecimiento en comunidad se convertía en el fundamento del bienestar y la justicia social. No podemos entender el período más largo de libertad, justicia, solidaridad y progreso sin reconocer el papel crítico jugado por las instituciones europeas.
Con la desintegración de la Unión Soviética se ponía fin a la división de Europa, resultado de la II Guerra Mundial. Entrábamos en un nuevo tiempo que exigía de nosotros lo aparentemente imposible: avanzar en el proceso de integración, entrando ya en el núcleo de lo político, al tiempo que se incorporaban los estados que habían vivido bajo el yugo soviético. Profundizar y ampliar al mismo tiempo era un juego tan imprudente como inevitable. El coste ha sido, está siendo, alto, pero el proceso no se ha detenido. Sólo han quedado fuera los que han querido o no han reunido las condiciones necesarias.
Queda un año para que la legislatura del Parlamento Europeo se extinga. Comenzó con una buena reflexión sobre el coste que habían tenido para Europa tanto la crisis del año 2008 como, sobre todo, las energías dedicadas a sacar adelante el propio proceso de integración. No habíamos dedicado la atención necesaria a la Revolución Digital, que ya estaba en marcha y que condicionaría el futuro de todos nosotros. Ya no cabía esperar más tiempo. Había que reaccionar. Sin embargo, la epidemia de la covid y la crisis económica subsiguiente volvieron a distraernos del objetivo principal. La Unión Europea se ganó el respeto y la admiración de la ciudadanía al responder de manera rápida y eficaz a un problema extraordinario, a pesar de no tener competencias para ello. Pero, de nuevo, el coste supuso perder el rumbo hacia la Revolución Digital.
Con la guerra de Ucrania Europa ha redescubierto que no es un actor estratégico pero que necesita serlo. Entramos en un nuevo tiempo histórico en el que el concepto de poder va a estar íntimamente ligado a la presencia en el nuevo entorno digital. No sólo tenemos un problema crítico, enraizado en la geografía y en la historia, para fijar una auténtica posición común. Además, y de manera creciente, nuestra limitada presencia en el desarrollo de la Revolución Digital nos aboca hacia una irrelevancia estructural. Son dos problemas distintos, pero profundamente relacionados.
Es tiempo de grandes decisiones. Como recordaba un veterano político europeo «la política ha vuelto». No estamos ante retos administrativos sino ante la necesidad de un serio cambio de rumbo. Hace falta liderazgo para definir la ruta a seguir y, sobre todo, un consenso ciudadano. Siendo realistas, no hay razón para pensar que ninguno de los dos requerimientos se vaya a conseguir en un tiempo breve.
Los ciudadanos de todo Occidente desconfían de las élites –políticas, económicas e intelectuales–, porque se sienten abandonados por ellas desde la crisis de 2008 y porque los efectos de la Globalización y de la propia Revolución Digital los están dejando de lado. Sin embargo, aunque Bruselas representa, por excelencia, la quintaesencia de una élite distante, la realidad es que la crítica se dirige en mayor medida a los gobiernos nacionales, a pesar de la proximidad. La Bruselas distante y altiva resuelve y goza de un prestigio que los gobiernos nacionales están perdiendo. Por otro lado, las sucesivas crisis ponen de manifiesto algo que ya estaba en el origen del proceso: los estados europeos carecen del tamaño crítico para poder defender sus intereses. Sólo desde la Unión podremos incardinarnos en un nuevo tiempo.
No todo lo necesario es posible. Los sistemas políticos europeos están sufriendo importantes tensiones. Surgen y desaparecen partidos, el discurso político se hace emotivo y fluido, resurgen actitudes identitarias y nacionalistas ante el desconcierto que producen los cambios… Lo único seguro es que la próxima legislatura del Parlamento Europeo exigirá de sus grupos parlamentarios una visión y una cohesión que no deberíamos dar por garantizadas. Entramos en un tiempo crítico.