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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Cooperantes de Instagram

Cada vez hay más gente que viaja lejísimos para llenar el álbum de fotos y pasa olímpicamente de los que tiene cerca

En una cena entretenida escuché ayer una anécdota que daba que pensar. Unos chavales acudieron a cooperar a una lejana misión en el extranjero. El misionero, que llevaba décadas viviendo allí, planteó en un momento dado una pregunta a sus jóvenes visitantes que los dejó planchados: «¿Vosotros tenéis abuelos en España? ¿Cuánto hace que no los vais a ver?». Los jóvenes cooperantes confesaron bastante azorados que los tenían abandonados. Resultó que el gran entusiasmo filantrópico que se les despertaba con el turismo de cooperación no operaba en su ámbito cotidiano más cercano.

Todo está dicho en los Evangelios, y de la mejor manera posible. En Mateo 6, Jesucristo les da un repaso a los narcisistas de la caridad: «Cuando hagas limosna no lo vayas trompeteando como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles con el fin de ser honrados por los hombres (…). Tú, en cambio, cuando hagas limosna que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha».

Lo denunciado ahí hace más de dos mil años sigue hoy más vigente que nunca, porque vivimos en la era del súper yo egotista, que además cuenta con el amplificador de las redes sociales como pasarela para pavonearse. Hay muchas oenegés que desempeñan una labor admirable, sí. Y también hay algunas personas –bastantes– que se enrolan ocasionalmente no tanto para ayudar a los demás como por el prurito de sentirse estupendos y presumir de bondad con unos entrañables cromos en Instagram desde tierras lejanas.

Alguna vez he pensado qué podría aportar si me fuese a echar una mano a una misión en África, o India, o algún otro destino remoto. No tengo conocimientos prácticos, no soy médico ni ingeniero, soy un paquete con el bricolaje, cocino lo justo y no conozco sus idiomas locales. Me temo que lo único que haría sería estorbar y chuparle datos al internet de la misión al conectarme.

La frialdad que a veces mostramos en nuestro entorno inmediato resulta incongruente con la pasión con que abrazamos grandes causas más evanescentes. Aspiramos salvar el mundo olvidándonos de los que viven en él. El sonoro altavoz de la izquierda, que ha creado una suerte de religión laica con el clima, provoca que muchas personas vivan angustiadas por un supuesto apocalipsis que pende sobre el planeta. Pero la preocupación cae en picado cuando les toca fijarse en las penurias de los seres humanos que duermen en cartones en nuestras prósperas ciudades, o que hacen cola en bancos de alimentos y comedores sociales, o que no hablan con nadie en todo el día. Charlamos más con el perro que con los vecinos ancianos de nuestras escaleras, que a veces están más solos que la una (es reiterada ya en España la noticia de viejos que mueren solos en sus pisos sin que nadie lo note). Nos conmueven las penas de los famosos –y hasta las de los personajes de ficción de las series–, pero intentamos que no nos rocen las de vecinos y conocidos.

Por no hablar ya de la hipocresía de la izquierda caviar, que va de híper solidaria cuando en realidad vive totalmente ajena a las penalidades de las familias corrientes y carece de recetas efectivas para ayudarlas (el «progresismo» está muy ocupado fomentando el «orgullo gay» y el revanchismo guerracivilista, o arreglando el problema del clima desde un país de 47 millones de habitantes que no pinta nada a esos efectos por una pura cuestión de volumen). Todo por el pueblo, pero sin el pueblo. Buen lema para Yoli y Peter.

La mayor oenegé que existe en España es la familia, la gran reserva del amor incondicional. Es además privada, espontánea y funciona con éxito al margen del dirigismo del Estado. Tal vez por eso les da repelús.