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Perro come perroAntonio R. Naranjo

La violencia en Francia

Europa atemoriza a quien no lo necesita ni merece y mira para otro lado con quienes no se creen su proyecto de derechos y de obligaciones

Casi todos los detalles de la muerte de Nahel, el joven de 17 años de origen argelino que ha espoleado una ola de violencia terrible en Francia, resultan espeluznantes: no estaba radicalizado, no tenía antecedentes penales, se ganaba la vida trabajando y no parecía ser, precisamente, un peligro público.

Y sin embargo, un policía le disparó en el tórax y lo mató en un control rutinario, sin duda juzgando antes su aspecto que su comportamiento: nada justifica ese crimen, pero nada disculpa tampoco la masiva respuesta violenta que, con la excusa de este drama, se ha desatado a continuación, ajena incluso a los mensajes públicos de la madre del muchacho, todos conciliadores y sensatos.

Para entender el problema real de fondo existente, nada mejor que darle la vuelta a los hechos y comparar la antagónica reacción subsiguiente: ¿se imagina alguien una revuelta violenta, masiva y por toda Francia (o toda España) cuando alguien de cualquiera de esas comunidades comete una tropelía, sea una violación grupal, un asesinato o un atentado terrorista?

Si la respuesta de las sociedades francesa o española es perseguir al delincuente y proteger al grupo del que procede, pero no representan, ¿por qué la réplica de esas comunidades es señalar al conjunto de la sociedad y atacar al país entero por el deleznable comportamiento individual de alguno de sus miembros?

En esa pregunta se encierra la clave de todo. La integración es una obligación de las sociedades avanzadas, que deben hacerla por razones humanitarias, sin duda, pero también prácticas: es la única manera de que, a todo derecho conseguido, le acompañe una responsabilidad mimética a la de cualquiera que quiera ostentar la condición de ciudadano.

Y eso no funciona, por un sinfín de razones, no todas achacables a las sociedades de acogida, siempre dispuestas a sentirse culpables de las tensiones y agresiones que padecen, como si se las merecieran, y muy comprometidas con la idea falaz de que mantener e imponer el sistema de valores, leyes y libertades más avanzado alumbrado por la civilización nunca fuera una tropelía castrante e incompatible con el concepto de multiculturalidad.

Y no. Europa no tiene que pedir disculpas por ser mejor, en términos de respeto al ser humano, que buena parte de los países de origen de millones de personas ajenas a los principios democráticos que aquí, sorprendentemente, solo se recuerdan a quienes ya los tienen.

Porque aquí se abrasa al hombre nativo, cargándole una especie de pecado de origen eterno, mientras se discute si el burka es un derecho y la evidente marginación de la mujer en determinadas confesiones merece una réplica o forma parte de costumbres respetables.

Y se acosa al católico mientras se disculpa, por acción u omisión, la existencia de templos de adoctrinamiento y líderes radicales sin los cuales, por ejemplo, no hubiera prendido el fuego en los asesinos de Las Ramblas, del ataque a la revista Charlie Hebdo, del 11-M, del Metro de Londres o a la sala Bataclán.

Implantar el sentimiento de culpa en quienes comparten masivamente los códigos de conducta, las leyes y las costumbres occidentales y mirar para otro lado con quienes carecen de ellos y tienen poco interés en asumirlos explica en una parte nada desdeñable de lo ocurrido en Francia.

Y lanza un reto a Europa, que es una señora fofa y atemorizada, que algún día tendrá que atender. Si se trata de que todos seamos iguales, ¿a qué espera para saber tratar a quienes, simplemente, no quieren serlo y sueñan más con una conquista que con una integración?