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El observadorFlorentino Portero

Embajadores

Con el nombramiento de Santos, y el de otros como él, nuestro Gobierno no sólo ha enviado un mensaje aterrador de lo que somos, nos ha privado además de un nivel de interlocución con nuestros aliados y amigos que afecta a nuestra capacidad de defender los intereses nacionales

Como cabía esperar la aparición del embajador Agustín Santos, hasta hace poco representante español ante la Organización de Naciones Unidas, en la lista electoral de Sumar ha dado mucho que hablar. Si es sorprendente que alguien que ocupa un puesto tan importante y delicado, tras una larga carrera profesional en el Ministerio de Asuntos Exteriores, aparezca asociado a un tinglado político como Sumar, mucho más lo es el que de pronto hayamos conocido su otra identidad. Bajo pseudónimo el embajador llevaba años cuestionando el orden constitucional y el denominado «orden liberal» –conjunto de principios, normas e instituciones defendido por los estados del entorno atlántico desde el final de la II Guerra Mundial–.

Un diplomático de carrera jura la Constitución al incorporarse al ministerio y tras aprobar una oposición exigente. A partir de ese momento tendrá que encontrar un equilibrio entre sus ideas y sus obligaciones. Un diplomático no es sólo un miembro de un alto cuerpo de la Administración del Estado. Además, y no es tema menor, representa al Estado ante la comunidad de naciones. Su actuación deberá, por lo tanto, ser tan profesional como leal al gobierno. Si las instrucciones que recibe le resultan inaceptables, por las razones que fueran, puede solicitar el relevo en el puesto con la discreción debida.

Quisiera destacar dos aspectos de este suceso que creo no han recibido toda la atención que merecen. El nombramiento de un embajador, a diferencia de los restantes destinos en la carrera diplomática, corresponde al Consejo de Ministros. La razón no es otra que la exigencia de confianza. Un gobierno necesita tener la seguridad de que el representante de España en este o aquel destino va a tratar de realizar su trabajo de la mejor manera. No tendría sentido nombrar a alguien que se sabe está en contra de la línea política oficial. Si el Gobierno de Sánchez nombró a Santos para uno de los puestos más importantes y delicados de nuestra diplomacia, no habiendo destacado a lo largo de su carrera, fue precisamente por la confianza. Era uno de los suyos. Sabemos que el Centro Nacional de Inteligencia alertó sobre la otra personalidad del diplomático, luego no cabe disculpar el nombramiento por ignorancia.

El Partido Socialista se presenta como una fuerza política leal a la Constitución. Sin embargo, su comportamiento no siempre parece ajustarse a esta afirmación. La Constitución consagra la separación de poderes y, con ella, el principio de checks and balances. El partido socialista trata, desde hace décadas, de asaltar la independencia de los jueces y de subordinar el poder judicial al ejecutivo. La Constitución consagra la unidad nacional. Los socialistas llevan años negociando con nacionalistas, independentistas y terroristas cómo reinterpretar la ley fundamental para forzar la superación del vigente orden constitucional. Lo importante del caso Santos es que fue nombrado para un puesto clave de nuestra diplomacia a sabiendas de lo que pensaba y lo que defendía. El problema no es Santos sino el partido socialista, que también en lo relativo a la policía exterior está más allá del consenso constitucional y del denominado «orden liberal». Si Sánchez ha mantenido posiciones ortodoxas en política exterior se debe más a su debilidad política en el interior que a la visión de su partido. Lo que defiende Santos no es tan distinto de lo que mantienen figuras como Rodríguez Zapatero o algunos otros diplomáticos promocionados por el todavía gobierno de España.

El segundo aspecto no es menor. Como el lector se puede imaginar de la misma manera que el Centro Nacional de Inteligencia alertó al gobierno de las singularidades del personaje, otros servicios de inteligencia y otras embajadas en España informaron a sus respectivos gobiernos de éste y de otros nombramientos similares. Las consecuencias son fácilmente imaginables. Se pasa a considerar a España como un estado inestable, con presencia de radicales tanto en el gobierno como en altos cargos de la administración. Ante ello lo prudente es mantener distancias. Como me confesó hace algún tiempo un alto cargo de la OTAN, con responsabilidades en la propia seguridad de la Organización, todos los estados miembros son iguales, pero no todos reciben la misma información. La poca fiabilidad de nuestro gobierno nos ha vuelto a arrastrar hacia la irrelevancia.

En las organizaciones internacionales las conversaciones informales entre diplomáticos en pasillos o restaurantes pueden ser tan importantes, o más, que el trabajo en comisión. Imagínese, querido lector, que usted es un diplomático de otro estado destinado en Naciones Unidas. ¿Hablaría con confianza con el embajador Santos de temas delicados sabiendo lo que en realidad opina? Con su nombramiento, y el de otros como él, nuestro Gobierno no sólo ha enviado un mensaje aterrador de lo que somos, nos ha privado además de un nivel de interlocución con nuestros aliados y amigos que afecta a nuestra capacidad de defender los intereses nacionales. ¡Cómo no entender el momento elegido por Marruecos para golpear!